Llegan las tradicionales fiestas de Halloween y no se que
ponerme.
A la fiesta de los difuntos, todos los santos, y la visita
ritual al camposanto hemos mantenido la fecha, los buñuelos y los huesos –de
santo, por supuesto- pero le hemos incorporado una liturgia radicalmente
diferente, impuesta por la costumbre imperial de sacar a la calle la habitual
fiesta escolar de disfraces a que los niños de todo el mundo son sometidos para
escarnio de familiares y profesorado.
Aclaro, los niños que tienen profesorado y familiares
dispuestos. El resto también son niños pero, evidentemente, son de otro mundo.
Como la fuente de inspiración es la televisión
norteamericana, se han seguido fielmente sus patrones rituales en los que las
brujas han dado paso a los fantasmas y
estos últimamente a los muertos vivientes, a los zombis. Que son también difuntos
que siguen con nosotros - idéntico el mensaje - y además se hace felices a los
pequeños. Nada que objetar.
Si bien la parafernalia se ha extendido durante cierto
tiempo al resto del año, gracias a la moda mal llamada “gótica”, mediante la
cual los adolescentes han intentado mantener el estatus infantil a través de
eso que llaman look, y que no es básicamente más que otra forma de aflorar la
personalidad de aquellos que se niegan a madurar, demostrándolo de esta forma
ostensible. El que lo hagan remedando el aspecto de cadáveres es o ha sido tan
normal como los pantalones de la campana o el minipull para la generación de
sus padres. Tampoco me parece nada censurable, y si una forma saludable de ir
tomando consciencia de lo que les espera.
Que Halloween ha tomado carta de asiento, ha reservado un
palco, y lo ha hecho para quedarse toda la temporada, no me sorprende. Ya que tenemos
una fiesta nueva, de esas que se han celebrado “desde siempre”; y el
que cada año sea más ostentosa y prolongada tampoco es motivo de asombro.
Aunque su superposición a esas dos tradicionales, tolosantos
y el día de los difuntos, me deje sin argumentos para la reivindicación que
pretendo.
En un mundo sin fronteras y a punto de Armagedon, de lo que
estaba convencido al haber comenzado a escuchar las trompetas del Apocalipsis-
una de ellas- hasta que el otorrino me ha desilusionado, diciéndome que son
acúfenos, pitidos de sordo que no tienen nada que ver con las susodichas
trompetas, que no me haga ilusiones.
En este mundo de aflicción uno ve, sin embargo, otras
señales celestiales -en mi país sin ir mas lejos- de las que te inducen a echar
a correr y a disfrutar a tope el tiempo que te queda, antes de que llegue el
cataclismo o al menos sus consecuencias, el hedor de la podredumbre. Y llegas a
sitios lejanos y singulares donde la moneda muy rara y el idioma incomprensible, te hacen
sentir a salvo, o al menos en el limbo.
Y en uno de esos paseos lejanos, más allá de Orión, me he
encontrado el mes pasado con festividades ajenas que, a priori solo sirven para
dejar con un palmo al extraño, un servidor, por aquello del todo cerrado.
Hoshana Raba 25 septiembre 7º día de Sucot, una manzana en
la sinagoga la noche antes. Pan con miel como celebración.
Shmini Atzeret 26 sep 8º día de Sucot (o asamblea solemne).
Simjat Tora 27 sep ultimo día de la Torá (y 1º). A los niños
se les regalan dulces y fruta.
Aunque bien pensado - la botella medio llena siempre- he
sentido una nostalgia súbita por la religión de mis ancestros y además he visto
una laguna inexplicable, una ausencia festiva en el mes de septiembre de
nuestro calendario. Algo intolerable que podría mitigarse volviendo a recuperar
la festividad. Como además el calendario hebreo no coincide con el romano y
nuestros gestores consideran una de sus funciones de mayor brillo y
trascendencia, el mover las festividades, y sus significados a su albedrío, podríamos
disfrutar de una nueva semana vacacional (tres días los son, a esos efectos)
que al ser móvil, incluiría un motivo de diversión adicional.
Creo que estas cosas ahora se consiguen juntando firmas. La
gente firma en un papel, sin mayor esfuerzo ni gasto, y pide lo que se le
ocurre, generalmente cosas menos importantes y que, en todo caso no haría falta
reclamar si todos ellos animasen al resto a, sencillamente, cumplir con sus
obligaciones, deberes, responsabilidades, todo eso que figura en la Torá y que
el rabino lee a lo largo de todo el año hasta que termina, volviendo a comenzar,
en la Simjat Torá.
Todavía no tengo clara la estrategia para conseguirlo, estoy
en ello. Si bien después de asumirla como propia, intentaré hacer lo mismo con
la celebración del nuevo año chino, que en Londres se lo pasan genial con ello,
y de otra no menos nuestra como es la del Cordero, Aid el Kebir, la del
sacrificio que cae el 10 del mes lunar Du al Hija y que, en todo caso es tan
propia como la que me impidió entrar en la Gran Sinagoga; pero sobre todo, son
fiestas que no debimos perder nunca, ni mucho menos dejar usurpar su lugar por aquellas
bastardas, salidas de la pequeña pantalla. Lástima de templos.
Que conste que mi intención no es suprimir ninguna, todo lo
contrario. Seguro que a los turistas -nuestros patrocinadores, padrinos y
mecenas del futuro- les encantará un país donde la fiesta sea algo cotidiano.
Además, el desempleo desaparecerá, carecerá de sentido, si el ocio y el asueto
se universalizan.
Ya no se si reír o llorar, se me ha olvidado lo que debo
hacer. Lo que tengo claro es que el respeto a los demás incluye a sus tradiciones,
y respecto a las propias, aferrarme a las positivas, que son las más, y apartar
las negativas que solo anulan la voluntad común
con pretextos medievales.
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