jueves, 24 de octubre de 2013

ERASE UNA VEZ... LA LLUVIA.-



 Jeremías Capítulo 33 Versículo 3.
!Clama a mi y te responderé!



Primero perdimos olvidadas, las palabras, luego olvidamos su significado para siempre. Nos quedamos sin ambos, cuando durante siglos, la actividad, los sentimientos humanos y la naturaleza que nos rodean han estado presentes y han necesitado ciertos vocablos para ubicarnos dentro y, lo que resulta imprescindible, para entendernos.

Por eso no me atrevo a llamar imprevisible al otoño, ni a la lluvia que lo acompaña. Puede que en ocasiones se retrase un poco, o precipite su aparición, y puede que la lluvia no caiga con la intensidad ni con la frecuencia habitual, pero no por ello estaremos haciendo otra cosa que equivocarnos al usar las palabras habitual o imprevisibles refiriéndonos a las estaciones del ciclo anual o los riesgos a que nos somete el agua que cae del cielo, por exceso o por defecto, nunca a gusto de todos, a veces para desgracia de algunos, pero siempre, absolutamente previsible. Es su condición, como lo es el mojar todo lo que toca.

Resulta que, en el caserón donde habito, he observado las primeras goteras de la temporada, la mancha húmeda que se extiende por el techo, intentando confluir con otra nueva, de reciente aparición, dejándome en la incertidumbre de si logrará hacerlo o no, si el estuco del cielo raso soportará el peso de tanta agua absorbida o si las gotas que caen sobre el suelo lo harán en el mismo lugar y con la misma fuerza que el año pasado. Si servirán nuestras medidas pasivas e indolentes, el colocar los barreños, los cubos y las orzas en los sitios de costumbre, y si serán suficientes para esperar el previsible cambio estacional, la llegada del invierno, en el que el peligro se haya conjurado nuevamente.

De arreglar el tejado no se habla en casa. Como un tabú intocable y centenario, el padre, senil, solo representa la autoridad heredada  que algún día tuvo activa. Como la casa en si, procede de varias generaciones atrás, la costumbre de vivir en ella sin otros deberes inminentes en su mantenimiento es el estar allí, el estar vivos, ignorando la fecha de construcción, e incluso el nombre del tatarabuelo que la levantó, y lo que es mucho peor, la fecha de caducidad, el carácter efímero de las construcciones que el hombre levanta sobre la tierra.
La madre intenta mantener el núcleo familiar unido, y a duras penas lo consigue. Sus conocimientos de albañilería han sido tradicionalmente nulos. Bastante esfuerzo, autentica piedra de Sisifo le supone el alimentar, vestir y amar a todos los suyos. Además, las últimas cosechas han sido parcas cuando no ruinosas, y la despensa flaquea,  escasez que ha debido mantener a escondidas del grupo, como tarea adicional y necesaria para no empeorar la situación, en la esperanza de que las cosas cambien, que cambien solas.
Los hijos mayores tienen en el alcohol y en el fútbol la distracción placentera que les hace ignorar el peligro que emerge sobre sus cabezas, los pequeños inevitablemente, piensa la madre, tendrán que buscar acomodo en casas ajenas, si continúa lloviendo.

Acometer obra de mayor envergadura que mover la palangana detrás del chorrito errante, parece impensable. La cubierta no existe, vista desde dentro, las tejas rotas y la podredumbre que las sustentan solo son intuidas después de tres días de lluvia, todos los otoños.
The Fall llaman en ingles al periodo en que caen las hojas de los árboles. Desde dentro del hogar, con la única ventana abierta, el televisor, la belleza  que transmiten los árboles de hoja caduca al desvestirse por estas fechas,  está ausente y la otra caída, la de la casa Usher (Allan Poe), o los presagios de hundimiento de “La casa tomada” de Cortazar, son solo eso, ficciones pasadas de moda. Metáforas repetidas sobre idéntica situación, la del pusilánime que sigue esperando, si no es rematadamente estúpido, que se hunda “solo” parte del techo, mejor en aquella zona donde no entrañe peligro alguno para los ocupantes, y que de paso, ponga inmediatamente en marcha el rescate a cargo de los vecinos. Como aquel que espera tener solo “un poco” de infarto, un aviso celestial para acudir al cardiólogo y realizarse el cateterismo.

De hábitos saludables ni hablar, de considerar los factores de riesgo, tabaco, colesterol, hipertensión, antecedentes familiares, aún menos. De correr los tejados previsoramente, antes de las lluvias de Ranchipur, monzónicas las de Negulesco, nada de nada, y menos aún con “la crisis”, que más que un acicate para superarla y evitar repeticiones, se ha convertido en un amuleto, en un comodín que justifica el quedarse quieto, viendo llover, para no hacer nada, esperando a que escampe. Confiando como ilusos en el aviso milagroso que nos conceda una segunda oportunidad. Mal asunto.

Que la lluvia es imprevisible, por escasa o torrencial, es la misma tontería que la negación de que la tierra da una vuelta anual alrededor del sol. Mantenerla puede suponer una actividad verbal muy entretenida en los foros del poder, e incluso divertida para los que se benefician de ellos, pero parece poco prudente el seguir sin mirar hacia arriba y el seguir sin tomar medidas para evitar los daños. El agua es lo que tiene.

P.D.- El cuento de los tres cerditos es otra versión sobre el mismo tema. Quizás si lo hubiese comprendido en la infancia, ahora sería más sabio, o al menos dejaría las lamentaciones para otros.

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