jueves, 3 de octubre de 2013

KUROSAWA EN EL MANUAL DE USO CULTURAL.-





"Mahda-kai" ("¿Estás listo para irte al otro mundo?"),  pregunta cada año la muerte, durante la ceremonia ritual entre el profesor Uchida y sus antiguos alumnos. 

Y es tan solo después de apurar la gigantesca jarra de cerveza cuando el anciano puede musitar lleno de orgullo:

¡Mada-dayo! (Todavía no).


Ikiru (Vivir) 1952, Dersu Uzala (El cazador) 1975, Madadayo 1993, Kurosawa  insistiendo en la necesidad de terminar el viaje con la única satisfacción posible, la de ayudar a los demás a ser mejores. Son tres películas aparentemente diferentes, realizadas con intervalos de veinte años, en las que encontramos personajes y actores con evidentes similitudes. Quizás en un principio, nos resulten extraños, casi desagradables por su rareza con respecto a nosotros; y si los aceptamos,si nos atrevemos con ellos, será solo después de etiquetarlos como exóticos, ajenos. Craso error, que se pone de manifiesto en cuanto vuelven sus rostros hacia a la cámara y esbozan una sonrisa, haciendo prácticamente desaparecer sus inteligentes y minúsculos ojos rasgados. Vivísima mirada que de pronto nos abre la puerta  a otra parte de la cultura universal, tan complementaria como imprescindible.
 
Kurosawa rompe moldes,  a través de su obra más intimista,  las tres películas citadas, centradas en el fin de la vida. Iniciada con la noticia de la próxima muerte del personaje principal de Ikiru, el funcionario que intenta evaluar la utilidad que él ha supuesto  para los demás y la capacidad que aún tiene para enmendarla. Continuada en la sonrisa generosa y bobalicona del buen salvaje, el cazador de Dersu Uzala, sin cuya presencia y entrega, no habría podido sobrevivir el oficial ruso que nos cuenta la historia, historia sobre exploradores y naturaleza, de una tierra virgen tan peligrosa como belleza sobrecogedora que se instala para siempre en nuestras retinas. Y que vuelve a aparecer en el bondadoso profesor de Madadayo, a quien la vida, como a los otros dos, no ha dado hijos, solo una fiel esposa y un gato cuya dolorosa perdida – metáfora seguramente incomprensible para los teleadictos- deriva en  episodio melodramático que da el tono justo, sentimental y preciso a quien nada tiene,  más allá de la agradecida fidelidad de sus alumnos. 
Solo los cinco primeros minutos de Madadayo, o los cinco últimos, sobrarían para justificar la maestría de Kurosawa, la sabiduría para contar, para presentar la historia de una generación que comienza aprendiendo alemán y  dejándose crecer el bigotillo chaplinesco y  termina, cantando jingles y bebiendo martinis, veinte años después. Y lo hace mezclando realismo y poesía en unas proporciones que únicamente el cine oriental es capaz de precisar, a la vez que nos deslumbra con la sabiduría y la excepcional alegría de vivir del viejo profesor.

Ikiru, se mueve en un medio tan hostil como Dersu, pero infinitamente más triste, puro neorrealismo, donde la única luz que puede iluminarlo es su joven compañera de oficina, con quien comparte una  escena dialogada en el restaurante donde se celebra un cumpleaños. Secuencia magistral, con silencios perfectamente cubiertos por los efluvios juveniles de la planta inferior, mientras las miradas de dos seres humanos  están intentado pasarse las claves vitales,  el testimonio, como llaman al palo en la carrera de relevos, y lo hacen con frases que seguirán sonando para siempre dentro de la cabeza e los espectadores : 

 La vida es muy  corta. Enamórate pequeña, mientras tus labios sigan rojos, y antes de que estos se enfríen, porque sin duda lo harán”. (Ikiru)

Pero estos personajes crepusculares, y sus historias, se agigantan tras sus respectivas muertes. Los tres sepelios, los duelos para los que sobreviven, más sabios después, son el perfecto epílogo para esta crónica imprescindible.
 Y es que la muerte no cierra para Kurosawa puerta alguna, es solamente un nuevo escenario, donde los dolientes van a buscar y, a veces, encontrar su propio camino. Descubrir que el cineasta es además un moralista de considerable enjundia, es una de las alegrías que no podemos dejar de disfrutar.

“No sé lo que he estado haciendo con mi vida todos estos años” (Ikiru).

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