"Mahda-kai" ("¿Estás listo para irte al otro
mundo?"), pregunta cada año la
muerte, durante la ceremonia ritual entre el profesor Uchida y sus antiguos
alumnos.
Y es tan solo después de apurar la gigantesca jarra de
cerveza cuando el anciano puede musitar lleno de orgullo:
¡Mada-dayo! (Todavía no).
Ikiru (Vivir) 1952, Dersu Uzala (El cazador) 1975, Madadayo
1993, Kurosawa insistiendo en la
necesidad de terminar el viaje con la única satisfacción posible, la de ayudar
a los demás a ser mejores. Son tres películas aparentemente diferentes,
realizadas con intervalos de veinte años, en las que encontramos personajes y
actores con evidentes similitudes. Quizás en un principio, nos resulten
extraños, casi desagradables por su rareza con respecto a nosotros; y si los
aceptamos,si nos atrevemos con ellos, será solo después de etiquetarlos como
exóticos, ajenos. Craso error, que se pone de manifiesto en cuanto vuelven sus
rostros hacia a la cámara y esbozan una sonrisa, haciendo prácticamente
desaparecer sus inteligentes y minúsculos ojos rasgados. Vivísima mirada que de
pronto nos abre la puerta a otra parte
de la cultura universal, tan complementaria como imprescindible.
Kurosawa rompe moldes,
a través de su obra más intimista,
las tres películas citadas, centradas en el fin de la vida. Iniciada con
la noticia de la próxima muerte del personaje principal de Ikiru, el
funcionario que intenta evaluar la utilidad que él ha supuesto para los demás y la capacidad que aún tiene
para enmendarla. Continuada en la sonrisa generosa y bobalicona del buen
salvaje, el cazador de Dersu Uzala, sin cuya presencia y entrega, no habría
podido sobrevivir el oficial ruso que nos cuenta la historia, historia sobre
exploradores y naturaleza, de una tierra virgen tan peligrosa como belleza
sobrecogedora que se instala para siempre en nuestras retinas. Y que vuelve a
aparecer en el bondadoso profesor de Madadayo, a quien la vida, como a los
otros dos, no ha dado hijos, solo una fiel esposa y un gato cuya dolorosa
perdida – metáfora seguramente incomprensible para los teleadictos- deriva
en episodio melodramático que da el tono
justo, sentimental y preciso a quien nada tiene, más allá de la agradecida fidelidad de sus
alumnos.
Solo los cinco primeros minutos de Madadayo, o los cinco
últimos, sobrarían para justificar la maestría de Kurosawa, la sabiduría para
contar, para presentar la historia de una generación que comienza aprendiendo
alemán y dejándose crecer el bigotillo
chaplinesco y termina, cantando jingles
y bebiendo martinis, veinte años después. Y lo hace mezclando realismo y poesía
en unas proporciones que únicamente el cine oriental es capaz de precisar, a la
vez que nos deslumbra con la sabiduría y la excepcional alegría de vivir del
viejo profesor.
Ikiru, se mueve en un medio tan hostil como Dersu, pero
infinitamente más triste, puro neorrealismo, donde la única luz que puede
iluminarlo es su joven compañera de oficina, con quien comparte una escena dialogada en el restaurante donde se
celebra un cumpleaños. Secuencia magistral, con silencios perfectamente
cubiertos por los efluvios juveniles de la planta inferior, mientras las
miradas de dos seres humanos están
intentado pasarse las claves vitales, el
testimonio, como llaman al palo en la carrera de relevos, y lo hacen con frases
que seguirán sonando para siempre dentro de la cabeza e los espectadores :
“La vida es muy corta. Enamórate pequeña, mientras tus labios
sigan rojos, y antes de que estos se enfríen, porque sin duda lo harán”. (Ikiru)
Pero estos personajes crepusculares, y sus historias, se
agigantan tras sus respectivas muertes. Los tres sepelios, los duelos para los
que sobreviven, más sabios después, son el perfecto epílogo para esta crónica
imprescindible.
Y es que la muerte no
cierra para Kurosawa puerta alguna, es solamente un nuevo escenario, donde los
dolientes van a buscar y, a veces, encontrar su propio camino. Descubrir que el
cineasta es además un moralista de considerable enjundia, es una de las
alegrías que no podemos dejar de disfrutar.
“No
sé lo que he estado haciendo con mi vida todos estos años” (Ikiru).
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