Tienes que aprender a conjurar dos elementos que pueden amargarte la
estancia, los turistas y las multitudes. Resulta evidente que, turistas son siempre los demás, tu solo eres
un observador ajeno y personal al que no incluyes jamás entre semejante chusma.
Y eso que en esta ocasión, la mayoría eran japoneses o disfrazados de tales, y
formaban parte del paisaje con sus quimonos dominicales y sus sandalias de
madera, sus pasos cortos y sincopados y su impasibilidad, cuando no sonrisas
agradecidas ante las fotos que les hacen los implacables turistas, ellos, ya
digo, porque las que yo hago son del artístico freelance que ha ido allí a
inmortalizar costumbres insólitas, como es bien sabido.
La otra parte agobiante de la humanidad, la que posiblemente termine con
ella, la multitud, te resulta estimulante el primer día, como si hubieses
entrado en la pantalla durante una de esas escenas en que el hormiguero humano
desorienta tu camino y te hace bucear en cuestiones metafísicas del tipo: ¿Que
se me ha perdido aquí en este tremendo barullo?. Pero enseguida haces el propósito de la enmienda
y, simplemente, evitas lugares y horarios donde los individuos dejan de serlo y
la masa impone sus normas ajenas a tu voluntad. No recuerdo el lugar, pero
si que me sentí en La Meca dando vueltas
frenéticas alrededor de la Kaaba, y mira que jamás he estado más lejos de las
peregrinaciones. Quizás fuese en Shibuya, pero en todo caso pasé la mayor parte
del viaje alejado. Vade retro.
Y hablando de peregrinaciones, el quinto o sexto templo de los
doscientos imprescindibles que tienen, me recordó el periplo de moda en España,
el del Camino de Santiago, y la duda de
si esta buena gente no sellará cada visita para darte al final una
compostelana. Harto fácil darte una concha de Saint Jacques cuando tiran cada
día millones de ellas a la basura, o quizás una de esas promesas de futuro que
te entregan en los templos por un modesto óbolo, con la ventaja de que si no te
gusta el porvenir que te ofrece, puedes cambiarla por otra hasta quedar
conforme con tu futuro, cinco veces en mi caso, el cambio de papelito.
Y si, tenían el sello en la mayoría de los templos, y alguno de ellos en madera tintada me he
traido de recuerdo, aunque de la compostelana no creo que tuviesen costumbre, y
como me parece tan horrorosa la necesidad de que te certifiquen que has estado
en un lugar donde tu presencia o ausencia resulta absolutamente indiferente y
prescindible, pues vuelvo a reencontrarme con lugares comunes y universales,
otro más.
La nube todavía merodea en el cielo nipón, la nube radioactiva de ser el primer
y único –de momento- país donde se ha probado la bomba atómica con seres
humanos, y la otra más dolorosa si ello fuese posible, la de haber perdido una
guerra que habían iniciado y donde se dejaron la piel de forma colectiva, no
solo en Hiroshima, también en el lugar más remoto, en el último rincón donde
uno creía que habían sido despojados también de la piel del alma, algo que
suele suceder a los perdedores.
El como un régimen fascista lleva a todo el país a esa situación trágica,
a ellos y a sus víctimas, y como reacciona el pueblo ante la aparición del
máximo responsable en el balcón de su palacio.
Echaron una lagrimita juntos y le pidieron que volviese a barajar, por favor, y que cortase los naipes, que comenzaba una nueva partida. Para que luego digan que la transición española bla bla bla bla. Insisto en que son diferentes, si no como seres humanos, si como colectivo.
Echaron una lagrimita juntos y le pidieron que volviese a barajar, por favor, y que cortase los naipes, que comenzaba una nueva partida. Para que luego digan que la transición española bla bla bla bla. Insisto en que son diferentes, si no como seres humanos, si como colectivo.
Ello no impide que su museo de “Los héroes de la historia” o algo así,
donde lo único que tienen autentico y en
dimensiones reales , es un avión “zero” (sin usar), y el que alguno de los glorificados
héroes hayan sido condenados por tribunales, no solo por la historia, esa señora
tan casquivana que cambia de opinión según la estación. Condenados como
criminales de guerra y manteniendo un conflicto diplomático larvado con
aquellos países que sufrieron la consabida anexión imperial, por supuesto, no
amistosa. Pelillos a la mar. Algún nostálgico persistente de los tiempos malditos he visto en los mercadillos- maravillosos
por cierto- y en los anticuarios, buceando en la sección de nostalgia bélica,
donde los prismáticos de campaña o los cascos metálicos de la infantería
japonesa están al alcance del mal gusto de cualquiera.
Ni que decir tiene que
las espadas de samurái, como el sushi genérico son los artículos mas demandados
por los turistas irredentos. Las katanas procedentes de Toledo, dicen que son
muy apreciadas por los viajeros españoles, que no dudan en pagar el viaje de
vuelta al arma blanca, por motivos totalmente incomprensibles para un servidor.
He visto algunos adictos al revival, totalmente equipados con el uniforme de
campaña, sentados en la terraza dominical frente a una cerveza, y he visto
banderas propias y también las de los antiguos enemigos, expuestas a la venta,
y sigo sin comprender, ni aquí ni allí, como
ciertas mayorías pasan las
paginas con tan temeraria facilidad, ni como se obstinan algunos en permanecer
con un siglo de atraso.
O ya no son tan amarillos como acreditaba su leyenda, o yo no soy tan
blanco como me hicieron creer. Me confundieron con los nativos en alguna
ocasión, y una vez vestido con la ropa de andar por casa, el yukata de rigor en
los hoteles, solo me hubiese faltado afeitarme el bigote – a punto estuve- para
convertirme en parte de esta gente tan estupenda que insiste en hablar de modo
tan extraño.
Afortunadamente, fuera del downtown occidentalizado de las grandes ciudades, del gran Tokyo, han conservado impecables sus formas de vida tradicionales. Ver las parejas de cualquier edad paseando vestidos con ropas características de sus tradiciones es algo frecuente, más incluso que el uso de mascarillas o guantes, algo habitual en sus salidas a otros países y esto me hace sospechar que no es exclusivamente por pretendida cortesía hacia los demás, para no contaminarlos. En todo caso llevé puesta una mascarilla un par de días, más que nada por solidaridad con ellos, por no contagiar el resfriado a mi grupo familiar, o quizás por un secreto deseo de venganza infantil, por aquello de donde las dan las toman. Tonto que es uno.
Afortunadamente, fuera del downtown occidentalizado de las grandes ciudades, del gran Tokyo, han conservado impecables sus formas de vida tradicionales. Ver las parejas de cualquier edad paseando vestidos con ropas características de sus tradiciones es algo frecuente, más incluso que el uso de mascarillas o guantes, algo habitual en sus salidas a otros países y esto me hace sospechar que no es exclusivamente por pretendida cortesía hacia los demás, para no contaminarlos. En todo caso llevé puesta una mascarilla un par de días, más que nada por solidaridad con ellos, por no contagiar el resfriado a mi grupo familiar, o quizás por un secreto deseo de venganza infantil, por aquello de donde las dan las toman. Tonto que es uno.
Y hablando de tontos, estuve traumatizado un tiempo, y alguna secuela me ha
dejado, al contemplar aquel monje pidiendo limosna frente a cierto templo de
Kyoto. Con su túnica azafrán, su sombrero cónico de bambú, y su inmovilidad
absoluta bajo el sol de mediodía en uno de esos días bochornosos en que el
verano se enfrenta abiertamente a su final, y la humedad tropical te hace
comprender la utilidad de la banda anudada en la frente, como freno para el
sudor que ciega los ojos. Aquel hombre, inmutable, sosteniendo el magro
cestillo con su mano derecha, y ciego frente a los fieles que entregaban
algunas monedas y la hacían reverencias semiarrodillados con las palmas de las
manos unidas, como si de la santidad personificada se tratase.
Fue su rostro, hierático y ausente, lo que me impresionó, pero sobre todo su boca, sus labios mediopegados y agrietados, con esos restos de saliva casi seca propios de quien lleva horas musitando, rezando probablemente, o hablando solo como aquel bobo de mi pueblo. Déficit cognitivo dicen ahora, ángeles o mensajeros del cielo deben parecernos, unos y otros, los que ofrecen absolutamente su mente a su fe y su cuerpo a su orden, como aquellos que viven junto a nosotros poseídos por una ausencia involuntaria sobrehumana. Ese matiz diferencial entre lo voluntario y lo forzoso, ante una misma situación, me tiene perplejo. Entre la oración repetida interminable e inmisericordemente por una boca hasta privarla de la humedad necesaria para seguir haciéndolo, y el que habla a solas, sin parar y aparentemente sin sentido, durante horas, dejando secar sus labios y haciéndome ver paralelismos que quizás solo existan en mi imaginación.
Fue su rostro, hierático y ausente, lo que me impresionó, pero sobre todo su boca, sus labios mediopegados y agrietados, con esos restos de saliva casi seca propios de quien lleva horas musitando, rezando probablemente, o hablando solo como aquel bobo de mi pueblo. Déficit cognitivo dicen ahora, ángeles o mensajeros del cielo deben parecernos, unos y otros, los que ofrecen absolutamente su mente a su fe y su cuerpo a su orden, como aquellos que viven junto a nosotros poseídos por una ausencia involuntaria sobrehumana. Ese matiz diferencial entre lo voluntario y lo forzoso, ante una misma situación, me tiene perplejo. Entre la oración repetida interminable e inmisericordemente por una boca hasta privarla de la humedad necesaria para seguir haciéndolo, y el que habla a solas, sin parar y aparentemente sin sentido, durante horas, dejando secar sus labios y haciéndome ver paralelismos que quizás solo existan en mi imaginación.
El asunto religioso, obviamente me dio pie para innumerables reflexiones.
Sin ir más lejos, al día siguiente, bien temprano, vuelvo a encontrarme con el
fraile mendigo. Nos cruzamos en la estación, cada uno con un destino diferente,
o quizás no tanto. El mio, iniciar una nueva excursión mediante el tren bala,
centenares de kilómetros que me harán volver arrastrándome y feliz de lo que he
visto y disfrutado, el suyo el inicio de la jornada cotidiana desde algún
pueblo cercano, y dispuesto a subir al autobús que lo llevará al puesto que
tiene allí. En esta ocasión lleva otro sombrero de palma en la mano, renovado,
más limpio que el semirroto del otro
día, la cesta oculta bajo la túnica, y un aspecto casi juvenil, con el porte
del ejecutivo que comienza su tarea diaria.
Supongo que en el fondo es otro oficio más, igual de cansado quizás que el del
turista enajenado, y que ninguno nos planteamos otra cosa distinta del afán
común, el de poder continuar cada día que pasa
con el que viene a continuación.
Esto de las ordenes mendicantes tiene cierto matiz diferencial en esta
tierra. No piden para repartir ni para dedicarlo a la caridad, tan solo para
mantener vivo el templo, y con él, la oración. Está perfectamente establecida
la función laboral y social del creyente, su trabajo, y la de los monjes, el
rezar por ellos. Y me parece muy justo, delimitar los deberes de cada cual. El
introducir la religión, la fe de cada uno, en asuntos terrenales,
inevitablemente políticos, lleva siempre a confundir el poder terrenal con el
otro, y suele terminar como el rosario de la aurora, cada uno para su casa, a
veces después de algún chaparrón indeseable.
Los he visto de reojo, a los monjes, y salvo el destello visual impactante
de la túnica azafranada de este hombre y el de otro grupo de probables
seminaristas de la cosa, joviales y divertidos, provistos de cámaras de última
generación y haciéndose selfies en templos postineros de la capital; el resto,
sintoístas quizás, me han parecido clérigos harto discretos, ejerciendo su
ministerio sin aspavientos, sean bodas, sean
oraciones rituales relacionadas con algo tan cierto como son las horas
del día. Tocando el bombo gigantesco que tienen junto a la sacristía, o unas
chirimías, asomados a la ventana donde se celebraba el sacramento matrimonial.
La limosna del creyente es simplemente parte de la oración, arrojada en
unas parrillas frente a las imágenes, o bien abonada en ventanilla a cambio de
una tablilla donde escribir tus deseos, o de una estampa donde puedes ver tu
futuro, generalmente tan horroroso que te obliga a seguir probando boletos como
en la tómbola. Va a ser eso, como aquella razón de San Juan, o quizás Santa
Teresa, para creer en la vida eterna. Es tan poco lo que cuesta la papeleta y
tan grande el premio en caso que exista, que merece la pena probar suerte. Y la probamos.
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