Al pairo.-
Navegar al pairo, o hacerlo con un
velero en calma chicha.
Términos náuticos que aprendimos
gracias a D. Emilio Salgari, y sus “Tigres de Mompracem”.
Lo primero es difícil, mantener
inmóvil tu navío en medio de una corriente. Hay que tener alguna
dote como navegante, y medios técnicos auxiliares con capacidad de
compensar la fuerza de la corriente, además de resultar estos de
limitada o nula eficacia cuando la fuerza del caudal supera ciertos
límites, los tuyos.
Lo segundo es ciertamente imposible,
sin viento el barco de vela se convierte en un mero flotador y sus
ocupantes solo pueden intentar sobrevivir hasta donde les sea
posible, implorando a los dioses, al cielo en su primera acepción, e
incluso a la generosa corriente del golfo, siempre que esta se
encuentre cercana del barco inmóvil, y siempre que el golfo sea
aquel más conveniente para nuestros intereses.
Son dos palabras que inducen la risa a
pesar de su inequívoco y contundente significado, al pairo, usado
despectivamente para cualquier asunto que dejamos de lado, y sobre el
que afirmamos no tener el menor interés en inmiscuirnos. Y la de
chicha, adjetivando a calma, dos bisílabos, con su ch repetida, que
tanto inducen al chiste fácil. Si bien nos coloca esta última calma
en el desasosiego y la frustración al no depender de nuestra
voluntad la capacidad de salir de ella. Aquí el libre albedrío no
ha lugar alguno. Tan solo el llanto.
Estas inefables consideraciones
surgidas del conocimiento infantil, atesorado a través de las malas
lecturas – si hubiese tenido a Heidegger a mano, o mejor a Camus,
otro gallo me hubiese despertado por las mañanas - se convierten en
la luz cegadora y celestial que ilumina la mente más tenebrosa –de
tinieblas- como es el caso.
Sirven para definir con precisión
absoluta la situación política en la que se encuentra el país, y
la de sus afectados- que no desafectos- ciudadanos.
Jerarcas navegando al pairo, temerosos
de que la corriente de los tiempos, que es la del progreso de la
historia, del devenir imparable del día después que, suele venir
siempre a continuación del actual, se los lleve hacia al desagüe
del fregadero, o de la bañera, donde los niños traviesos juegan con
sus barcos a regatas ficticias, haciendo trampas inocentes,
empujando el barco con la mano, o sujetándolo para que no escape,
situaciones inconcebibles en el mar o en la mar, que es como dicen
los poetas.
Curiosamente los niños no juegan
ahora, supongo, a batallas marinas, ignorantes de lo que sucedió en
Salamina y afortunadamente alejados por la distancia de siete
décadas, de las batallas navales de “la Gran Guerra Patriótica”
como fue llamada en el mundo soviético la II WW. Hechos bélicos que
tanto placer dieron a los charcos de mi infancia, enriquecidos por
las heroicidades de Sandokán, y las de los portaviones yanquis.
Curiosamente, también por aquello de
mantenerse al pairo, a nadie se le ocurre asociar el juego de un niño
en la bañera con las “aventuras” de los cayucos y de las pateras
donde perecen, ahora mismo, miles de personas en situación de
desamparo absoluto, y no solo de la literatura, de los noticiarios, y
por supuesto también de la fantasía de los niños y de otros que
parece que no han dejado de serlo.
Todo el mundo al pairo, y aquí no paga
nadie como pregonaba Darío Fo, que fue otro escritor que me pilló a
continuación de Salgari, con sus humanidades ficticias o fantásticas
que no son sinónimas, o quizás si.
En el mientras, en el gerundio infinito
de la calma chicha, nos encontramos todas las victimas, conscientes e
inconscientes, pero en todo caso responsables por inacción de
habernos dejado llevar a un cuadrante del mar donde el horizonte solo
muestra agua y más agua –y sigue sin llover- y los medios
disponibles para salir del punto muerto son nulos.
Esperando que el viento reanude su
labor, la ayuda externa quizás de barcos de otros países, y
temerosos de que la única salvación procede otra vez del golfo o
golfos que, intentarán convencernos de la suerte para nosotros de
ser llevados a sus puertos, para seguir otra vez en idéntico punto
donde nos dejaron, momentáneamente desesperados, en previsión de
que volvamos a pedir socorro, a ellos, a los golfos, a los nuestros.
Cuarenta años gastados para
convencernos de que aquello no existió jamás, ni sus causas, ni sus
artífices, ni sus ejecutores y beneficiarios. Y cuando casi lo
habían -habíamos-conseguido resulta que nanai. Que “aquello”
sigue vivo y que, sorprendentemente, somos nosotros, las victimas,
los culpables del mal que estábamos en trance de negar, de ignorar,
al menos de olvidar. Que dos generaciones completas, no pueden
heredar el rencor, ni mucho menos el horror, sufrido por una tercera.
Aunque sirva la memoria para recordar los baches del camino, los
lugares donde hubo un desprendimiento, o los senderos que no llevan a
ninguna parte, cualquier cosa que pueda evitar el dolor, el peor de
todos, el que se acompaña del recuerdo de idéntico dolor, algo que
lo hace insoportable.
Continuamos siendo acusados de …istas,
no importan las primeras letras, tan solo que enfrente tenemos otro
equipo de otra variedad de …istas, y que estamos obligados a jugar
hasta vencer o perecer en el intento. O eso, o mantenernos al pairo
que, seguramente es un método de navegación en absoluto gratuito,
imprescindible en ciertas ocasiones y, en todo caso asumido, igual
que dejarse llevar por la corriente, o en subir río arriba hasta
reventar la caldera, igual que el Tramp Steamer de Álvaro Mutis,
como parte consciente, informada, motivada y voluntariamente
enrolada, en la tripulación del barco que va a iniciar una maniobra
arriesgada.
Una calma chicha de cuarenta años,
precedida de otros cuarenta, debería ser razón más que suficiente
para que regresemos a los filósofos griegos, o a donde sea
necesario, para encontrar soluciones a problemas tan viejos como
ellos.
“Porque cada una de ellas es
muchísimas ciudades.
Como mínimo dos, enemigas entre sí,
la de los pobres y la de los ricos”.
(Platón. La Républica. libro IV).
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