miércoles, 18 de enero de 2012

GRANDES -Y NO TAN GRANDES- MOMENTOS DE LA HUMANIDAD III




Escribir sobre cine es escribir sobre libros, lectores, espectadores, ciudadanos al fin.

No, afortunadamente no celebramos ningún centenario de la revolución francesa.
Viene a servir de pretexto, en tanto que ¡Horror!, me he perdido la exposición de Delacroix en el Caixaforum, y en cuanto a que, he tenido en mis manos estos días atrás un extenso ensayo sobre el asunto, miles de paginas (es decir 1,3 miles) en un solo tomo, versión tapa dura reforzada – si cambiamos tapa por cara, precisamos - de autoría atribuida a un periodista que dirige un diario de máxima tirada, programas de televisión en los que participa y produce, amen de un sinfín de actividades propias de un Tycoon de la cosa.

De como tiene tiempo para escribir simultáneamente, libros (varios) de semejante complejidad, no me pregunten. Doy fe – esto es relativamente barato- de que lo ha escrito el mismo. Al menos lo dedica a su esposa, lo que no hace nadie sin fundamento para ello.

Aunque las triquiñuelas de esta gente de escritura tan fácil son, lógicamente, imprevisibles.

El asunto es que, el libro en cuestión, resume en sus primeras tres paginas, la cronología de aquellos diez años que cambiaron al mundo, y ellas me permitieron comprender que revolución francesa no era aquello de que el pueblo toma la Bastilla, ejecuta al señor de la peluca, y se sienta en el trono. No era así exactamente, o quizás no era solo aquello.

Aprendí en tres paginas mas de lo que mis libros de bachillerato recogían concisamente sobre el suceso, pero sobre todo recordé palabras tan sobadas como prostituidas cuyo significado hace tiempo que les ha dado la vuelta en el sentido contrario del enunciado original.

De entrada, la palabra pueblo no parece del todo correcta en una revolución protagonizada por la aristocracia y la burguesía, pero tampoco el termino jacobino se adapta a ciertos próceres actuales que sencillamente ignoran su significado, aunque pretendan escudarse tras el.




Asamblea nacional. Tercer Estado. Después de 30 o 40.000 guillotinados, y media docena de héroes de mi infancia que, a la vista de sus travesuras previas a la propia inmolación en el altar de la patria, tendré que poner en revisión. Robespierre oficiando una misa pagana. Danton colándose entre los congresistas sin haberse presentado a las elecciones, el genio de Marat preguntándole ingenuamente a Charlotte, su ejecutora, el por qué. Hasta Saint-Just, el de mas noble corazón (según los moralistas que ocupan la mesilla junto a mi cama), todos ellos, en compañía de otros, equivocándose como buenos humanos, parieron aquello qué, sometido a las oportunas revisiones, sigue siendo la base de nuestra civilización: “Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”. Habrá que leerla, a ver si aprendemos algo.

La movida les duró diez años, algo mas que la madrileña de los ochenta, y si bien la primera republica terminó en la correspondiente dictadura del emperador bajito, que volvía de Egipto, contemplado por tres mil años (llegó el comandante, mandó aparar), no dejó el país vecino de insistir, de trabajar duramente durante cuatro décadas, elaborando y corrigiendo interminablemente esa magnifica utopía a la que llamamos democracia.






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