La música y el verano.
La necesidad cíclica de contemplar el crepúsculo mientras el oído se
evade con el ritmo de la orquesta, banda
o combo, grupo o conjunto. Incluso con la contemplación de un señor bajito y
calvo que cambiaba discos en medio del jardín de un museo, siendo al parecer el
afamado DJ (otra marca de whisky,
supongo) del lugar. Por cierto que puso varios temas, cortes, canciones, o
coplas de mis discos de toda la vida. Por ejemplo la versión del Paint it black de los Rolling, por Gabor
Szabo, del jazz que abriría el clasicismo de Wes Montgomery a los
poperos. Y que conste que ya estaban Clapton, Hendrix e incluso Carlos Santana (que grabó algún tema de Szabo)
meciéndonos con sus seis cuerdas.
Pero nunca es lo mismo una Fender que una Gibson, y ahí está Szabo para el que quiera comprobarlo.
Pero nunca es lo mismo una Fender que una Gibson, y ahí está Szabo para el que quiera comprobarlo.
La verdad es que el
calvito, y los jurdeles que sin duda cobraría por el rato que estuvo cambiando
los discos de la funda al plato y viceversa, me dieron esperanzas. Puedo
hacerlo tan bien como él si me dejan, incluso puedo balancearme también un poquito entre gin-tonics, y además lo haría
tras las bambalinas que es donde deben estar los pinchadiscos, pienso yo, y no
monopolizando un escenario que debería ser para otra cosa.
Ha habido intermedio sinfónico, como es de rigor, sin
necesidad de acudir a Salzburgo que este año ha estado bastante flojito según
los puristas de la copla, ni a Bayreuth, que nosotros pronunciamos igualito que
se lee para simular que tenemos mundo, mientras que nuestro extranjero se ha
limitado, y gracias al cielo por la gracia recibida, al Largo de Sao Carlos, en
sus jueves al aire libre y a la
Orchestra Chinesa de Macau que , chinezas aparte, me hicieron ver que la música
sinfónica no entiende solo de instrumentos tradicionales occidentales ni de las
dos docenas de autores del olimpo de siempre, violines chinos de dos cuerdas, y mástil largo,
erhu, parientes de los rabeles, o las tiorbas de bolsillo, y las cornetas que
parecen vuvucelas pero suenan como chirimías, sin ignorar, imposible, los
encargados de la percusión que abarca desde el batir de las alas de la alondra
hasta el estampido del rayo de 60.000 voltios, en el momento que la luz se hace
sincrónica con el sonido, es decir cuando te ha caído encima.
Elegancia, ascetismo y magisterio en unos intérpretes orientales que nos vuelven a recordar las deficiencias propias, mal asunto y bella estampa la suya. Incluso se permitieron unos arreglos sublimes, que me hubiese gustado atrapar, sobre un género que te obliga a bailar, soñar y a veces llorar, “Olhos negros” el bolero al que los portugueses llaman fado, por aquello del nacionalismo y la saudade.
Elegancia, ascetismo y magisterio en unos intérpretes orientales que nos vuelven a recordar las deficiencias propias, mal asunto y bella estampa la suya. Incluso se permitieron unos arreglos sublimes, que me hubiese gustado atrapar, sobre un género que te obliga a bailar, soñar y a veces llorar, “Olhos negros” el bolero al que los portugueses llaman fado, por aquello del nacionalismo y la saudade.
Verano cumple con sus deberes, va cumpliendo de momento, como el gran señor que siempre ha sido.
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