Comienza uno con los bolsillos repletos de ese bien tangible
y finito al que llamamos tiempo. Con un largo – y forzosamente – cálido verano
por delante, y algunas deudas pendientes con el, a punto de retirarse, hábito
de leer.
Momento idóneo para ajustar cuentas con esos libros apilados
en columnas crecientes que, asemejando torres babélicas, amenazan con derrumbarse en cualquier momento
contagiando su pesimismo a las adyacentes, emulando el efecto dominó, imagen
harto fácil para explicar la necesidad que tengo de eliminar trabajo atrasado,
comenzando por los tochos más extensos, digamos de quinientas páginas para
arriba.
Y ya es un mal comienzo, el estar imbuido por semejante espíritu,
confundiendo el deber con el placer, y dejándome llevar por el primero. Pero a
veces, casi siempre, hay que conjugar ambos, y al menos queda la esperanza de
encontrar la sorpresa benefactora en alguna página aislada del libro más inesperado.
Lo cierto, y por tanto verdad, es que las periódicas redadas
que suelo hacer con fines eugenésicos entre las hileras somnolientas, ya me
despejan algo el horizonte, al diezmar esos tomos vírgenes, cuyo destino estaba
marcado desde su nacimiento, el cubo de la basura, en versión contenedor de
papel, cartón y similares. Gran avance desde que dejé de utilizar el método aconsejado
por Vázquez Montalbán, de quemar un libro cada día.
Esa técnica tan
vistosa como telúrica, tan evocadora de las lu-minarias de mi infancia, y de
los autos de fe sobre textos pecaminosos, tenia ciertas limitaciones, la
supeditación a la temporada invernal y a la chimenea encendida, y sobre todo la
sorprendente constatación de que algunos libros son malos, realmente malos,
hasta para arder. Sin tener en cuenta
que la nueva religión de no contaminarás la atmósfera con olores, ni
dióxido de carbono ajenos, estaba en sus albores cuando el Biscuter le iba
acercando a la estufa los tochos malditos.
A pesar de ese despiojo - de los despojos- pertinaz, que llevo a cabo cuando el picor se me vuelve
insoportable, arrojando al contenedor amarillo tantas páginas ocultas como
pueden sujetar mis brazos, a pesar de ello, ahí siguen las columnas , de alguna
de las cuales espero reducir la altura, al menos medio metro, en estos días tan
especiales.
Torrente Ballester tiene tal acreditado prestigio, como humanidad escribiente, además
de como escritor de novelas - horror- , que sentía yo cierta curiosidad por
comprobar si había algo detrás del autor del guion de los gozos y las sombras,
a la que no puedo negar el acierto de su título, cosa que comparte con este del J.B., que no se refiere, para nada, al Justini
& Brooks del whisky de marras, sobre el que creí, iluso, que iba a tratar
el asunto.
La verdad es que la mayoría de mis autores favoritos, han
sido confesos consumidores del licor de la cebada y de otros cereales reminiscentes de la primera infancia, Pla, Faulkner, Benet…, y
entiendo la necesidad de ciertos estimulantes para abrir las puertas de la mente, esas que cierran las
perspectivas a algo tan escaso como la coherencia en la imaginación, la fantasía desatada en la cabeza de cualquier
escritor. Por ello quizás mi error, basado en el
desconocimiento de la bebida que haya inspirado a Torrente las seiscientas
páginas de desbordado barroquismo encerradas en su saga y fuga.
No creo que haya sido
orujo, del de quemar, ya que por encima de los discretos y homeopáticos tragos, apropiados
para hacer digerible el puchero, este licor solo conduce a la locura más o menos inmediata o a la perforación de ciertas
vísceras sin las cuales el resto del organismos no es nadie. Vísceras que
también habrían resultado perjudicadas si la ingestión del licor de hierbas-
ausente, por cierto, en el relato gallego donde las reliquias de la santa y las
lampreas sirven de hilo conductor para que no se pierda el lector en demasía,
solo lo justo y necesario- hubiese sido
la infusión habitual e imprescindible, para
ir mecanografiando los montones de cuartillas que imagino apiladas en infolios
descuidados en los que no faltarán miles
de huellas dactilares del autor, necesarias para dar vida a semejante e
interminable historia.
Después del gozo inicial, de la inmersión en ese mundo
propio de ciertos genios , donde invitan al lector a adentrarse de la mano del
autor, cosa tan antigua que, Dante ya lo puso en practica hace unos mil años, y de los
hallazgos sorprendentes e ilimitados, página tras página, sobre esos
escenarios y esos personajes tan
extraños y tan alejados en el tiempo y el espacio -supongo que Galícia debe serlo hasta para
los gallegos- llegas a ir acomodándote en ese universo en el que no te
encuentras tan extraño a fin de cuentas, y sobre el que comienzas a descubrir
ciertas semejanzas con el tuyo propio de aquí y de ahora, ya que a poco que
reflexiones sobre ese mundo paralelo repleto de situaciones entre épicas y vulgares, entre históricas e
inventadas, en una ciudad de leyenda,
comienzas a descubrir esos hilos pegajosos y húmedos, el de las telarañas en
los sótanos, las que cubren toda esa parafernalia
de trastos inservibles y obsoletos, y que te llevan inconscientemente al tiempo
real de tus abuelos, y de los abuelos de tus abuelos.
De la pertenencia a una tierra, y a un país, que no ha
cambiado lo suficiente en los últimos doscientos años, para que cualquier
lector de hoy o de pasado mañana, deje de sentirse en casa, al pisar las calles
de la ciudad evanescente que tan extensamente retrata, que todo hay que
decirlo, Torrente Ballester.
Metáforas demasiado evidentes para serlo, costumbrismo
rococó en la visión delirante, en primera persona, de un personaje amable que
nos cuenta los entresijos superficiales de una inexistente ciudad de provincias.
El peso de la religión y sobre todo de sus jerarquías, en la vida ,en la
economía y la política ciudadana, resulta algo sobradamente visto en las novelas
de uno o dos siglos antes, mientras que
la relación entre hombres y mujeres resulta tan esquemática y
previsible como alejada de los modelos
habituales para un lector del siglo veintiuno.
Se salvan quizás las casi infinitas –el infinito es siempre
casi, o no es infinito- variaciones del personaje que solo consigue escapar de
la pesadilla, llevadera gracias al aguardiente invisible, supongo, cuando el
autor cierra la última carpeta y pone fecha y lugar al final de su obra.
Ya ese dato, en su relación temporal con los años finales del paganismo y del comienzo de lo mismo, años setenta, te explica como entonces, la literatura patria podía expresar ciertas situaciones, más bien rememorar e inventar historias que nunca tuvieron lugar, en las letras. Situaciones ausentes, -como el combustible mental, usado por el escritor- durante décadas, las suficientes para dejar a una generación pez, absolutamente lamprea, sobre el pasado de sus progenitores. De eso va el siguiente ejercicio para este lector.
(Hoy con la anuencia forzosa de Nabokov, Paul Bowles y James Joyce).
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