jueves, 6 de septiembre de 2012

ESTAMBUL, Y OTRAS CIUDADES IMAGINADAS.-



 LECTURAS VERANIEGAS. (6).-

Pamuk y su pueblecito  de mi infancia querida.- (Palabras mayores).- 



El desprestigio de los premios prestigiosos como losa que cae sobre algunos autores y sobre todos sus lectores.
Con las honrosas excepciones- no todas lo son, ni honrosas ni excepciones- del sueco de las letras. Las estatuillas, pergaminos o simples y emotivos talones cubiertos de ceros, a la derecha, suelen corresponder la mayoría de las veces al autobombo de la institución en cuestión y de sus oficiantes que, al no tener otro oficio, mal podrían justificar sus ternos y su prosopopeya sin estas inútiles y costosas (para el pueblo, la mayoría de las veces) justas primaverales, poéticas, cinematográficas o libidinosas, como es el caso de los premios p. de Asturias, cuya obscenidad de distinguir a los ya previamente distinguidos y exageradamente remunerados con las mas esotéricas y extravagantes disciplinas, no hace otra cosa que dar a entender de modo prístino que el premio se lo están dando cada año a ellos mismos, a los otorgantes u otorgadores. 
De ahí la relación entre obsceno y libidinoso, diferencia de conceptos que mi confesor nunca llegó a aclarar del todo. El pobre.

La de los Nobel, suele ser de esas rarezas que confirman la norma. De esas acreditaciones urbi et orbe a la obra, y a veces a la vida, de un escritor, que suele satisfacer las expectativas morales y culturales de los lectores, que  las políticas ya son otra cosa.
Por eso la aparición anual, a veces, de un nombre nuevo, nos excita las antenas neuronales y nos acerca a los textos de un escritor desconocido, hasta ese instante. A veces también, ese es uno de los momentos más gratificantes en la vida del lector. El descubrimiento de un señor con una mente prodigiosa y con la capacidad de transmitirnos de forma fácilmente digerible, las ideas que a él, sin duda, han ido marcando a lo largo de su vida. Al fin y al cabo, como decía el tío Oscar (Wilde, no resbaléis) escribir es algo tan fácil como tener algo que decir y fijarlo en un papel.

 
Estambul, es un trabajo de difícil ubicación en cualquier estantería temática y también, probablemente, de difícil lectura. Al menos es la primera vez que me encuentro con un libro autobiográfico de una ciudad, relativo exclusivamente a los años de la infancia del escritor que, con inmenso placer, asume esa tarea. Supongo que cualquier otro intervalo temporal, década delante o detrás de la reseñada, hubiese ofrecido un resultado bastante similar, si no idéntico. Así ha sido esa ciudad, y su gente, durante los últimos cien años, en los que el continuo cambio, casi siempre a peor para los nostálgicos, solo parece haber dejado su alma, el Bósforo, en condiciones de espejo en el que puedan reconocerse los estambulies de cualquier generación. 

Al principio encontré su paralelismo, que lo tiene, con “El cuaderno gris” el falso dietario de adolescencia de Pla, muchísimo más personal en el sentido de centrarse en el terreno de los recuerdos y entorno próximos, jamás en la intimidad que está lógicamente ausente en ambos autores, y en el sentido también de no necesitar el evidente y abusivo repaso bibliográfico que sufre la hemeroteca de Constantinopla a cargo de Pamuk. Así, un libro lo escribe cualquiera. Corta y pega para exquisitos.
Ambos tienen otros puntos en común, la soterrada misantropía que divide el mundo entre los tontos y los otros, los que son mas tontos todavía, pero siempre mas tontos que ellos, así como en la elegantísima e infranqueable  línea impuesta por la autocensura, a la que Pamuk llama simetría en un alarde de experiencia a la hora de trabajar con el papel de fumar, de cogérsela con el.

Supongo que son de esas cosas que los sabios te enseñan con discreción, y que facilitan en todo caso la supervivencia del escritor en un territorio hostil, en manos de aquellos excesivamente convencidos en las razones que les otorgaron el poder. “Mi miedo no era temor de Dios, sino, como el de toda la burguesía laica turca, temor a la ira de los que creen demasiado en Dios”. 

En el caso de Pla ni tan siquiera existía ese problema. Era un tema tabú, innombrable. Como lo es para ambos el de la política, donde la simetría debe cuidarse con precisión minuciosa y donde cualquier escritor de ese nivel solo puede conseguir sinsabores, algunas veces fatales. Seamos simétricos pues.

Vuelvo a buscar las razones de un escritor consagrado y, obviamente, sin necesidades pecuniarias acuciantes, para entregar al editor, a cambio de un talón con muchos ceros que, incluso en liras turcas, suponen la seguridad económica vitalicia para el presunto autor. Y aparte de otras igualmente evidentes,  la confirmación del interés por parte de los lectores, millonarios en numero y en ilusiones, y entregados al consumo irracional de cualquier libro de “moda” patinado de prestigio, o avalado por algo tan vano como las listas de ventas y  los montones de ejemplares en las esquinas estratégicas de los templos-librerías de la cosa.
Es mi caso, del que estoy hablando. De la media docena de habas que he encontrado en  este roscón de reyes estival, en el que ni siquiera la corona dorada ha cumplido su función, aunque esto último resulta tan habitual que no sorprende a nadie.

Y hubo más: 


Principiantes. “De qué hablamos cuando hablamos de amor” de Raymond Carver. Relatos deprimentes, entre los que hay uno que permanece en el recuerdo como las flores en la hierba. Se llama “De qué hablamos cuando hablamos de amor”. Curioso.

El Tercer Reich, de Bolaño. Supongo que no hay piedad para los muertos si se van con dientes de oro. Su novela borrador que, justamente, se negó a publicar en vida.

 Y una recopilación epistolar de Capote, “Placeres fugaces”. Cartas escritas por él, incluso aquellas en las que notificaba a sus socios (no parece que tuviese muchos amigos, a pesar de presumirlo) los paseos de sus perros y gatos, así como la tirria que tuvo a Carson (McCullers), a quien envidió de forma malsana hasta el fin,  igual que a Cheever, igual que... a tantos otros, a los que su innata agudeza reconocia como superiores.
Todo vale a la hora de pescar incautos gambusinos, como el que suscribe. Y sin embargo quizás las hojuelas de Capote sean lo más valioso de de este montón, lo más real, en medio de tanta ficción desafortunada. Otro día tendré que dedicarle un aparte a la indecencia que tuvo este señor con los chicos ejecutados en Kansas “a sangre fría”. 
El morbo  elevado a la categoría de obra maestra-siniestra. Eso vende, vaya que si vende. 

Afortunadamente llega el otoño un día de estos, y los clásicos siguen ahí esperándome en la estantería de los amores interrumpidos. Va a ser cosa de mirar hacia atrás, aunque sea con una pizca de ira. La sal de la vida. 

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