LECTURAS VERANIEGAS. (6).-
Pamuk y su pueblecito
de mi infancia querida.- (Palabras mayores).-
El desprestigio de los premios prestigiosos como losa que
cae sobre algunos autores y sobre todos sus lectores.
Con las honrosas excepciones- no todas lo son, ni honrosas
ni excepciones- del sueco de las letras. Las estatuillas, pergaminos o simples
y emotivos talones cubiertos de ceros, a la derecha, suelen corresponder la
mayoría de las veces al autobombo de la institución en cuestión y de sus
oficiantes que, al no tener otro oficio, mal podrían justificar sus ternos y su
prosopopeya sin estas inútiles y costosas (para el pueblo, la mayoría de las
veces) justas primaverales, poéticas, cinematográficas o libidinosas, como es
el caso de los premios p. de Asturias, cuya obscenidad de distinguir a los ya
previamente distinguidos y exageradamente remunerados con las mas esotéricas y
extravagantes disciplinas, no hace otra cosa que dar a entender de modo
prístino que el premio se lo están dando cada año a ellos mismos, a los
otorgantes u otorgadores.
De ahí la relación entre obsceno y libidinoso,
diferencia de conceptos que mi confesor nunca llegó a aclarar del todo. El
pobre.
La de los Nobel, suele ser de esas rarezas que confirman la
norma. De esas acreditaciones urbi et orbe a la obra, y a veces a la vida, de un
escritor, que suele satisfacer las expectativas morales y culturales de los
lectores, que las políticas ya son otra
cosa.
Por eso la aparición anual, a veces, de un nombre nuevo, nos
excita las antenas neuronales y nos acerca a los textos de un escritor
desconocido, hasta ese instante. A veces también, ese es uno de los momentos
más gratificantes en la vida del lector. El descubrimiento de un señor con una
mente prodigiosa y con la capacidad de transmitirnos de forma fácilmente
digerible, las ideas que a él, sin duda, han ido marcando a lo largo de su
vida. Al fin y al cabo, como decía el tío Oscar (Wilde, no resbaléis) escribir
es algo tan fácil como tener algo que decir y fijarlo en un papel.
Estambul, es un trabajo de difícil ubicación en cualquier estantería
temática y también, probablemente, de difícil lectura. Al menos es la primera
vez que me encuentro con un libro autobiográfico de una ciudad, relativo
exclusivamente a los años de la infancia del escritor que, con inmenso placer,
asume esa tarea. Supongo que cualquier otro intervalo temporal, década delante
o detrás de la reseñada, hubiese ofrecido un resultado bastante similar, si no
idéntico. Así ha sido esa ciudad, y su gente, durante los últimos cien años, en
los que el continuo cambio, casi siempre a peor para los nostálgicos, solo
parece haber dejado su alma, el Bósforo, en condiciones de espejo en el que
puedan reconocerse los estambulies de cualquier generación.
Al principio encontré su paralelismo, que lo tiene, con “El
cuaderno gris” el falso dietario de adolescencia de Pla, muchísimo más personal
en el sentido de centrarse en el terreno de los recuerdos y entorno próximos,
jamás en la intimidad que está lógicamente ausente en ambos autores, y en el
sentido también de no necesitar el evidente y abusivo repaso bibliográfico que
sufre la hemeroteca de Constantinopla a cargo de Pamuk. Así, un libro lo
escribe cualquiera. Corta y pega para exquisitos.
Ambos tienen otros puntos en común, la soterrada misantropía
que divide el mundo entre los tontos y los otros, los que son mas tontos
todavía, pero siempre mas tontos que ellos, así como en la elegantísima e infranqueable línea impuesta por la autocensura, a la que
Pamuk llama simetría en un alarde de experiencia a la hora de trabajar con el
papel de fumar, de cogérsela con el.
Supongo que son de esas cosas que los sabios te enseñan con
discreción, y que facilitan en todo caso la supervivencia del escritor en un
territorio hostil, en manos de aquellos excesivamente convencidos en las
razones que les otorgaron el poder. “Mi miedo no era temor de Dios, sino, como
el de toda la burguesía laica turca, temor a la ira de los que creen demasiado
en Dios”.
En el caso de Pla ni tan siquiera existía ese problema. Era
un tema tabú, innombrable. Como lo es para ambos el de la política, donde la
simetría debe cuidarse con precisión minuciosa y donde cualquier escritor de
ese nivel solo puede conseguir sinsabores, algunas veces fatales. Seamos
simétricos pues.
Vuelvo a buscar las razones de un escritor consagrado y,
obviamente, sin necesidades pecuniarias acuciantes, para entregar al editor, a
cambio de un talón con muchos ceros que, incluso en liras turcas, suponen la
seguridad económica vitalicia para el presunto autor. Y aparte de otras
igualmente evidentes, la confirmación
del interés por parte de los lectores, millonarios en numero y en ilusiones, y
entregados al consumo irracional de cualquier libro de “moda” patinado de
prestigio, o avalado por algo tan vano como las listas de ventas y los montones de ejemplares en las esquinas
estratégicas de los templos-librerías de la cosa.
Es mi caso, del que estoy hablando. De la media docena de
habas que he encontrado en este roscón
de reyes estival, en el que ni siquiera la corona dorada ha cumplido su
función, aunque esto último resulta tan habitual que no sorprende a nadie.
Y hubo más:
Principiantes. “De
qué hablamos cuando hablamos de amor” de Raymond Carver. Relatos
deprimentes, entre los que hay uno que permanece en el recuerdo como las flores
en la hierba. Se llama “De qué hablamos cuando hablamos de amor”. Curioso.
El Tercer Reich, de
Bolaño. Supongo que no hay piedad para los muertos si se van con dientes de
oro. Su novela borrador que, justamente, se negó a publicar en vida.
Y una recopilación epistolar de Capote, “Placeres fugaces”. Cartas escritas por él, incluso
aquellas en las que notificaba a sus socios (no parece que tuviese muchos
amigos, a pesar de presumirlo) los paseos de sus perros y gatos, así como la
tirria que tuvo a Carson (McCullers), a quien envidió de forma malsana hasta el
fin, igual que a Cheever, igual que... a
tantos otros, a los que su innata agudeza reconocia como superiores.
Todo vale a la hora de pescar incautos gambusinos, como el
que suscribe. Y sin embargo quizás las hojuelas de Capote sean lo más valioso
de de este montón, lo más real, en medio de tanta ficción desafortunada. Otro
día tendré que dedicarle un aparte a la indecencia que tuvo este señor con los
chicos ejecutados en Kansas “a sangre fría”.
El morbo elevado a la categoría de obra
maestra-siniestra. Eso vende, vaya que si vende.
Afortunadamente llega el otoño un día de estos, y los
clásicos siguen ahí esperándome en la estantería de los amores interrumpidos.
Va a ser cosa de mirar hacia atrás, aunque sea con una pizca de ira. La sal de
la vida.
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