
Piedra, papel o
tijera es un juego infantil conocido también como cachipún, jankenpón, yan ken po, chis bun papas, hakembó, chin-chan-pu o kokepon.
Es un juego de manos en el cual existen tres elementos. La piedra que vence a
la tijera rompiéndola; la tijera que vencen al papel cortándolo; y el papel que
vence a la piedra envolviéndola. (Wikipedia)
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-Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de Protección Civil del
Derecho al Honor, a la
Intimidad Personal y Familiar y a la Propia Imagen.
-Ley Orgánica
15/1999 de 13 de diciembre de Protección de Datos de Carácter Personal,
(LOPD), garantizar y proteger, en lo que concierne al tratamiento de los datos
personales, las libertades públicas y los derechos fundamentales de las
personas físicas, y especialmente de su honor, intimidad y privacidad personal
y familiar.
-Directiva Europea 95/46 CE de 24 de octubre del Parlamento
Europeo y Consejo relativa a la protección de las personas físicas en lo que
respecta al tratamiento de datos personales.
-Constitución española de 1978: En el artículo 18.4 se
dispone:
"La Ley
limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad
personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus
derechos"
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Nunca, en mi vida, he jugado al
juegecito en cuestión. Y bien que lo siento, porque ciertos juegos, al menos
los inofensivos como ese, siempre son educativos y supongo predisponen al
futuro adulto a una actitud más festiva y deportiva, incluso ante las
calamidades. Lástima.
Aunque supongo que nunca hubiese
aceptado, de buen grado, es decir, sin rechistar, una de sus premisas,
concretamente la que hace referencia a que el papel vence a la piedra envolviéndola.
Se necesita estar muy necesitado
de que a uno lo dejen jugar, para aceptar una regla tan disparatada. Aunque a
los millones de jugadores, felices ellos, les parezca lo más normal del mundo.
La piedra es la piedra -
lapidatio por ejemplo- y el papel solo tiene supremacía frente a ella para los
que creen en él con los ojos cerrados y, obviamente, para los que se benefician
de estos creyentes.
Veamos:
Tenemos leyes orgánicas,
directivas europeas, artículos constitucionales, decretos, etc., que abundan en
el mismo sentido, el de la protección al honor, la intimidad y la privacidad
personal. (Papeles).
Y a la vez, encontramos
publicaciones, más o menos literarias, con recopilaciones de cartas escritas
por tal o cual señor. Generalmente el señor suele estar muerto en la fecha de
la publicación, es decir indefenso, más indefenso si cabe ante la piedra -
envuelta por el papel- que hace trizas todos los presuntos derechos a la
intimidad, honor, etc.
Cartas que fueron escritas para
ser leídas exclusivamente por sus destinatarios y que, lógicamente, desnudan a
quien las escribe hasta el límite de desnudez que este consideraba adecuado
para sus presuntos receptores, y para nadie más.
De cómo estos queridos,
estimados, apreciados, o como fuese, en que la primera palabra se anteponía a
sus nombres, han guardado esas cartas, permitiendo que ese legado que,
obviamente terminaba en ellos y en aquel instante -y solo entonces- han consentido que sus herederos y otros
buitres varios, las coleccionen de manera exhaustiva y las publiquen urbi et
orbe, dejando al descubierto historias y sentimientos cuya manifestación
publica rompe el fundamento moral básico del respeto ajeno, sin considerar la
infracción de las leyes citadas (papeles) al respecto, es algo que se me
escapa, como tantas otras cosas.
El que lo hagan, los
beneficiarios, con total impunidad, no se me escapa en absoluto. Algo
consuetudinario.

Resulta inevitable, y hasta
espectacular, sumergirse en esa época en la que los medios de comunicación y
las actividades culturales, incluso las políticas, y otras de índole diversa llegaban a confundirse. Y hacerlo
a través de un elemento como este chico malo al que tan difícil resulta buscar
un adjetivo a medida sin caer en banalidades tan merecidas como el de crápula,
es una manera fácil y divertida de
sumergirse en los años cincuenta y sesenta saltando de uno a otro de los medios
de entretenimiento que el imperio americano regalaba a la humanidad global. Cine
(guiones), teatro, cuentos (la panacea de las revistas literaria, alimento de
la progresía e intelectualidad de postguerra), fotografía (Cecil Beaton como
destinatario habitual de estas cartas), pintura, poesía (poca, no se llevaba
entonces, tampoco), y sobre todo la crónica mundana de la jet económica y
política, cuya degeneración personal retrata Capote, y no solo en estas cartas, con el color que
tanto disgustaría, supongo, a sus destinatarios. Color poco favorable, la verdad.
Pero las misivas recogidas en el
tocho, aparte de tener nulo interés literario o histórico en su mayoría, dejan
desnuda la piel del camaleón de Capote, expuesto a que cualquiera que las lea,
realice un impúdico juicio sobre la intimidad, la parte expuesta de ella, de
quién dedicó media vida, o tres cuartos, si hemos de creer lo que escribe, a
redactar en Palamós, una historia tan macabra como la reseñada en su
sobrevalorada “A sangre fría”, hasta el extremo de remar con todas sus fuerzas
para que la parte final de los hechos , trágicos y crueles a más no poder, se
adaptasen minuciosamente, al guión que previamente había escrito, y vendido.
Resulta espeluznante comprobar
como una mente tan brillante –algo indudable- pudo estar enfangada durante años
en una tarea semejante. Ese retrato, indirecto, se convierte en un autorretrato
perfecto de un individuo que, como todos, tiene, debería tener derecho, a que
esa parte de su privacidad, incluso después de fallecer, jamás fuese hecha
pública.
Y volvemos al principio, al
estado o estados de derecho, de ausencia de ellos. De cómo el papel envuelve la
piedra y, al parecer, la vence.
Algunos seguimos sin creerlo, y
lo que es peor, sin querer jugar a este juego tan absurdo, por infame.
Las próximas cartas que voy a
leer serán de ficción, o no serán cartas. (Aunque habla el Capote tan bien de
las de Wilde, que...).
Si, somos humanos, curiosos y
pérfidos, ya lo se. Pero no hablo del individuo, y menos en primera persona -
angelito mío-, hablo de la sociedad, de la que hace leyes y las usa para
envolver piedras, y consentir cantazos impunes. De eso hablo.
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