LA GRAN OLA DE KANAGAWA
(Según Hiroshige).-
“Si te gusta viajar, siéntate y
abre un libro”.
No recuerdo el nombre
de su autor pero, aparte de admitir la chispa de genialidad que convierte la
idea en aforismo, y de evocar inevitablemente la sonrisa condescendiente del
abuelo explicando al nieto la imposibilidad de recoger “toda” el agua del mar
con su pala de juguete para colocarla en el charquito que a tal fin ha
preparado en la arena, es decir, las
limitaciones del ser humano ante su propia, inconmensurable imaginación, compruebo
que esa formulación del consejo, abre realmente las puertas a cierta afición,
el viajar, que resulta harto gratificante para quien puede realizarla, siempre
y cuando no se deje llevar por un estado compulsivo que la convierta en huida,
en fuga apresurada lo que debería ser la repetición ancestral del placer al
descubrir un horizonte diferente al tuyo.
No necesariamente lejano, y si, taxativamente
horizonte. Esa línea del terreno que es la última que tu vista llega a identificar
y que marca el límite de lo desconocido.
Los pioneros, las
vanguardias migratorias, y culturales, han disfrutado de este privilegio
durante siglos. A nosotros nos queda el de repetir algún pasaje discreto, el
revivirlo a titulo personal y llamar viaje a esas experiencias, a esas
aventuras domesticadas.
Evidentemente que la pretensión de conocer “un” país
diferente, incluso “una” pequeña ciudad cercana a la nuestra, no deja de ser
una pretensión inalcanzable. Podremos pasear por cierta calle a una hora muy
concreta o saltar como langostas desde una ciudad a otra tras el tiempo del descanso
imprescindible para recobrar fuerzas hasta el próximo salto, y poco más.
Por eso, cuando me planteo viajes lejanos de verdad, y
quiero disfrutarlos dentro de mis limitaciones, lo hago a conciencia, con el
ilimitado placer que supone el sentarme y abrir un libro.
Si bien la palabra libro hay que tomarla aquí en sentido figurado.
Los medios de comunicación y la multiplicación y accesibilidad de los distintos
formatos artísticos o documentales hasta
permitir su acceso desde cualquier hogar, nos consienten el realizar esos
viajes adentrándonos en aquellos caminos previamente seleccionados por nuestras
afinidades electivas, por aquellos que comparten nuestros afanes predilectos.
Así, el lejano oriente, esa gran abstracción, relativa según
el lugar donde nos encontremos, tiene un destino mítico, Japón, igual que el
far west lo tiene en Texas, por mas que a su alrededor haya otra media docena
de Shangri las que, inevitablemente, debamos aplazar para sucesivos capítulos.
Y en Japón, el viaje para mi tiene dos carreteras
principales y paralelas, por lo que resulta obligado el trayecto circular que te hace regresar por aquella
diferente y complementaria a la de llegada, son obviamente Ozu y Kurosawa. A
los que se unirá un buen tropel de excelentes samuráis, Mizoguchi, Sindo, Oshima,
etc. que intentan desviarte hasta sus respectivos paisajes para que contemples
su propio horizonte, el perfil de la tierra y del mar, en el que siempre
aparecerá idéntico protagonista, el
vértice nevado del monte Fuji.

Posteriormente
llegaría el manga, que se identifica con una adolescencia que,
desgraciadamente, ya no era la mía, para sedimentar actualmente en cierto tipo
de comic adulto – sin necesidad de connotaciones libidinosas- e igualmente gozoso descubrimiento de los
últimos años, que ha abierto otra nueva puerta en el viaje por esa nación que,
pese a su lejanía, me hace sentirme en casa
cada vez que abro sus paginas en el libro este de la cultura universal.

De todos ellos, millares, hay alguna colección magistral que
se ha convertido forzosamente en tópica,
la de Hiroshige, del que podemos elegir cualquiera de sus “olas”, siempre con
el Teide (Fuji para ellos) al fondo, ya que, especialmente una de ellas, la gran ola, es la que me ha sugerido este modesto
preámbulo.
Llevo años contemplándola, tanto como el que ha transcurrido
desde la presencia de los posters de Vladimir Ilich, Ernesto “Che”, Los Doors o
Marilyn, en la pared de la habitación de estudiante, hasta la actual de la librería
de Ikea, “Billy”, y sus puertas paneladas con los cerezos de Van Gogh, que no
son otra cosa que la transfiguración de las olas y la espuma del mar del dibujo
de Hiroshige. Dibujo ya impreso en mi memoria como uno de esos exlibris cuya
sombra aparece en cualquier libro, en cualquier viaje, que vaya iniciando.
Y aquí surge la
motivación, la sorpresa excepcional.
Si siempre he visto en él, el mar, las olas, la espuma,
el cielo inmaculado y la presencia del padre todopoderoso, el faro protector de
la montaña sagrada, ahora descubro otra imagen superpuesta, aparentemente
oculta.
De pronto cambia todo
lo que la pintura intentaba transmitirme. Esa benéfica violencia de la
naturaleza que nos rodea y nos guía durante los días y las noches de nuestras
vidas, se ha convertido súbitamente en el marco, el fondo de una escena de
dramatismo desbordado, la peligrosa supervivencia, la previsible tragedia, o quizás la cotidiana lucha contra las dificultades
terribles a las que se enfrenta un grupo humano. Pescadores cuyas cabezas había
confundido hasta hoy con el borde de la espuma, sus barcos esbeltos, cayucos camuflados bajo las olas que amenazan devorarlos.
Sorpresivamente, la película es otra, como si el
proyeccionista se hubiese confundido de
rollo. Siento que a partir de este
momento he perdido una imagen querida, y aséptica, media docena de líneas
curvas que reflejaban el mar de un país lejano, en un viaje que ha durado
demasiado; y he encontrado
milagrosamente, en la misma imagen, una pintura, descriptiva, un paisaje con
figuras, donde unos personajes reman al unísono, en diferentes barcos, sobre
olas distintas - cuanto mas miro, mas personajes descubro, y mas cercanos- y aunque comienzan a mezclarse con escenas de
otros viajes que he hecho en compañía de Flaherty (Hombres de Aran), de Ford , presiento
que me están conduciendo a otro país, a otro universo bastante mas próximo,
para el que no necesito comprar ningún billete, posiblemente ni tan siquiera
abrir un libro.
Me veo dentro del cuadro y, como en el de Hokusai, compruebo que no estoy solo, afortunadamente.
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