martes, 9 de octubre de 2012

PAISAJES LEJANOS.- (Hiroshige - Hokusai).



LA GRAN OLA DE KANAGAWA  (Según Hiroshige).-
“Si te gusta viajar, siéntate y abre un libro”.  

No recuerdo el  nombre de su autor pero, aparte de admitir la chispa de genialidad que convierte la idea en aforismo, y de evocar inevitablemente la sonrisa condescendiente del abuelo explicando al nieto la imposibilidad de recoger “toda” el agua del mar con su pala de juguete para colocarla en el charquito que a tal fin ha preparado en la arena, es decir,  las limitaciones del ser humano ante su propia, inconmensurable imaginación, compruebo que esa formulación del consejo, abre realmente las puertas a cierta afición, el viajar, que resulta harto gratificante para quien puede realizarla, siempre y cuando no se deje llevar por un estado compulsivo que la convierta en huida, en fuga apresurada lo que debería ser la repetición ancestral del placer al descubrir un horizonte diferente al tuyo.
No necesariamente lejano, y si, taxativamente horizonte. Esa línea del terreno que es la última que tu vista llega a identificar y que marca el límite de lo desconocido.

 Los pioneros, las vanguardias migratorias, y culturales, han disfrutado de este privilegio durante siglos. A nosotros nos queda el de repetir algún pasaje discreto, el revivirlo a titulo personal y llamar viaje a esas experiencias, a esas aventuras domesticadas.
Evidentemente que la pretensión de conocer “un” país diferente, incluso “una” pequeña ciudad cercana a la nuestra, no deja de ser una pretensión inalcanzable. Podremos pasear por cierta calle a una hora muy concreta o saltar como langostas desde una ciudad a otra tras el tiempo del descanso imprescindible para recobrar fuerzas hasta el próximo salto, y poco más.
Por eso, cuando me planteo viajes lejanos de verdad, y quiero disfrutarlos dentro de mis limitaciones, lo hago a conciencia, con el ilimitado placer que supone el sentarme y abrir un libro.
Si bien la palabra libro hay que tomarla aquí en sentido figurado. Los medios de comunicación y la multiplicación y accesibilidad de los distintos  formatos artísticos o documentales hasta permitir su acceso desde cualquier hogar, nos consienten el realizar esos viajes adentrándonos en aquellos caminos previamente seleccionados por nuestras afinidades electivas, por aquellos que comparten nuestros afanes  predilectos.

Así, el lejano oriente, esa gran abstracción, relativa según el lugar donde nos encontremos, tiene un destino mítico, Japón, igual que el far west lo tiene en Texas, por mas que a su alrededor haya otra media docena de Shangri las que, inevitablemente, debamos aplazar  para sucesivos capítulos.
Y en Japón, el viaje para mi tiene dos carreteras principales y paralelas, por lo que resulta obligado el trayecto  circular que te hace regresar por aquella diferente y complementaria a la de llegada, son obviamente Ozu y Kurosawa. A los que se unirá un buen tropel de excelentes samuráis, Mizoguchi, Sindo, Oshima, etc. que intentan desviarte hasta sus respectivos paisajes para que contemples su propio horizonte, el perfil de la tierra y del mar, en el que siempre aparecerá idéntico protagonista,  el vértice nevado del monte Fuji.

Simultáneamente a los viajes a desde la butaca, a través del cine de los clásicos,  surgió otro tipo de acercamiento a la cultura nipona, -y ese es el único periplo realmente eficiente, el cultural- el del arte gráfico, a través de las estampas , los grabados de paisajes de pintores japoneses  de los siglos XVIII y XIX  que  impresionaron a los impresionistas  impresionables -que eran mayoría-  popularizando esos paisajes y  costumbres, llegando incluso al retrato, en  las inefables escenas eróticas de Utamaro, el pintor galante, cuya vida quedaría recogida en “Utamaro y sus cinco mujeres” Mizoguchi 1956. Japón en su pintura, y en su cine histórico y costumbrista, protagonizado casi siempre por Mifune, que llegó a ser el prototipo, erróneo, de ciudadano japonés, hasta que conocimos, nos enamoramos, y nos identificamos con el personaje interpretado por Chishu Ryu en todas las películas de Ozu, tan humano, tan sufrido, tan parecido a cualquiera de nosotros, o por lo menos ya nos gustaría, algunos años después de haber elegido como prototipo infantil a John Wayne, todo hay que decirlo.
 Posteriormente llegaría el manga, que se identifica con una adolescencia que, desgraciadamente, ya no era la mía, para sedimentar actualmente en cierto tipo de comic adulto – sin necesidad de connotaciones libidinosas-  e igualmente gozoso descubrimiento de los últimos años, que ha abierto otra nueva puerta en el viaje por esa nación que, pese a su lejanía, me hace sentirme en  casa cada vez que abro sus paginas en el libro este de la cultura universal.

Aunque solo quería hablar de los grabados, de las acuarelas japonesas, de esas pinturas alargadas sobre seda o papel vegetal, que he ido coleccionando, mediante la descarga digital, y que  casi, me hicieron cambiar la finalidad de la primera  visita al Van Gogh Museum, al descubrir en un par de salas del segundo piso, la colección que había asombrado e inspirado al pintor. En el último recorrido, hace dos años, estaba desaparecida esta sección, incomprensiblemente. Bueno, comprensiblemente si entendemos que el visitante prefiere ver los bocetos, de los dibujos preliminares a las tres series que realizó sobre lirios, girasoles o sillas de enea, que también.
De todos ellos, millares, hay alguna colección magistral que se ha convertido  forzosamente en tópica, la de Hiroshige, del que podemos elegir cualquiera de sus “olas”, siempre con el Teide (Fuji para ellos) al fondo, ya que, especialmente  una de ellas, la gran ola,  es la que me ha sugerido este modesto preámbulo.
Llevo años contemplándola, tanto como el que ha transcurrido desde la presencia de los posters de Vladimir Ilich, Ernesto “Che”, Los Doors o Marilyn, en la pared de la habitación de estudiante, hasta la actual de la librería de Ikea, “Billy”, y sus puertas paneladas con los cerezos de Van Gogh, que no son otra cosa que la transfiguración de las olas y la espuma del mar del dibujo de Hiroshige. Dibujo ya impreso en mi memoria como uno de esos exlibris cuya sombra aparece en cualquier libro, en cualquier viaje, que vaya iniciando.

Y aquí surge la motivación, la sorpresa excepcional.
 Si siempre  he visto en él, el mar, las olas, la espuma, el cielo inmaculado y la presencia del padre todopoderoso, el faro protector de la montaña sagrada, ahora descubro otra imagen superpuesta, aparentemente oculta.
 De pronto cambia todo lo que la pintura intentaba transmitirme. Esa benéfica violencia de la naturaleza que nos rodea y nos guía durante los días y las noches de nuestras vidas, se ha convertido súbitamente en el marco, el fondo de una escena de dramatismo desbordado, la peligrosa supervivencia,  la previsible tragedia, o quizás  la cotidiana lucha contra las dificultades terribles a las que se enfrenta un grupo humano. Pescadores cuyas cabezas había confundido hasta hoy con el borde de la espuma, sus barcos esbeltos, cayucos  camuflados bajo las olas que amenazan devorarlos. 


Sorpresivamente, la película es otra, como si el proyeccionista  se hubiese confundido de rollo.  Siento que a partir de este momento he perdido una imagen querida, y aséptica, media docena de líneas curvas que reflejaban el mar de un país lejano, en un viaje que ha durado demasiado;  y he encontrado milagrosamente, en la misma imagen, una pintura, descriptiva, un paisaje con figuras, donde unos personajes reman al unísono, en diferentes barcos, sobre olas distintas - cuanto mas miro, mas personajes descubro, y mas cercanos-  y aunque comienzan a mezclarse con escenas de otros viajes que he hecho en compañía de Flaherty (Hombres de Aran), de Ford , presiento que me están conduciendo a otro país, a otro universo bastante mas próximo, para el que no necesito comprar ningún billete, posiblemente ni tan siquiera abrir un libro.
Me veo dentro del cuadro y, como en el de Hokusai, compruebo que no estoy solo, afortunadamente.

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