Hace unos días en una tienda FNAC, francesa, y en la
Francia, encontraba una planta completa dedicada a los productos de la manzana, Apple, que
en tiempos era sinónimo de una productora discográfica, proyecto de franquicia musical de algo irrepetible, los Beatles. No obstante de comenzar
con Mary Hopkin y su tiempo tan feliz e incluir composiciones de los mismísimos
dueños de la casa, Lennon y McCartney, siguió el mismo camino efímero, y
fertilizante de los buenos recuerdos “Those where the days”, como la mismísima
Carnaby Street donde hoy no podemos encontrar otra cosa que chapas imantadas
para la nevera y uniformes de futbolistas de algún club local (perdón creo
que los llaman equipación, y no uniformes, aunque todavía desconozco la razón).
Lo cierto es que la manzanita en cuestión tampoco responde
al icono grafitero del trasero femenino, de la misma época, en antagonismo
insalvable con el de los defensores del trasero de pera, siendo ambos
excelentes. Ahorita significa otra cosa, no menos universal (globalización) ni
menos objeto de deseo, como podremos comprobar.
(Enlace con audivideo explicativo, lástima)
El nombre de la manzana es sinónimo de una marca de
electrónica de consumo que tiene el marchamo sagrado de la exclusividad, los
MacKintosh en ordenadores y la I, mayúscula, que identifica aquellos productos
perecederos cuyo presunto prestigio y su evidente sobreprecio los hace aptos
para el escalón intermedio, pero cercano al vértice de la pirámide económica
mundial. Exclusivo no para bajitos, calvos, o pelirrojos, no. Solo para
pudientes que es esa estúpida acepción de la exclusividad que sirve de anzuelo
para consumidores incautos.
La planta, la tienda en cuestión, es un capricho, y no solo
para consumistas compulsivos. Fui deslizándome entre estanterías, vitrinas y
expositores, entre pantallas de plasma que demostraban las virtudes de aquella
parafernalia y entre azafatas sacadas de algún casting para aspirantes a
cualquier serrallo de aquellos países que viven de cultivar con gran esfuerzo y penosidad
ese vegetal llamado petróleo. Me sentía
talmente como el prota de Blade Runner bajo los anuncios de no sé que cosa,
pregonados por una chinita sonriente, a la vez que contemplando extasiado un
escaparate lleno de objetos que no me interesan en absoluto pero que me atrapaban,
a la vez que evadian mi imaginación a otro lugar más
interesante - cualquiera-. Aunque persista embobado con la vista perdida, igual que podría
estarlo en una mercería o en una tienda de artículos para pescar, por ejemplo.
Y que conste que pongo esas referencias asumiendo mi inutilidad para el crochet
y el punto de cruz, igual que para la pesca, al tener mis raíces en un terreno donde el agua
solo fluye bajo la lluvia. Ajeno totalmente al espectáculo.
Hasta que algo insólito, inhabitual, hasta en las pelis de
ciencia ficción (ficción científica, por lo del oxímoron), me despierta
súbitamente, disipa la niebla que me estaba envolviendo de manera
inmisericorde.
Me encuentro frente a una estantería repleta de cajas de
plástico vacías, transparentes y con aspecto de reutilizadas, de tamaño manejable, - caben en una mano - y con
un valor facial- por la cara- de quinientos euros cada una, La retribución
mensual de un trabajador de algún país cercano, y eso es lo que hay que pagar
por una de esas cajas desprovistas de contenido real. Prácticamente hueras,
salvo un papelito que guardan en su interior y que, parece ser, otorga a sus
compradores el privilegio de disponer, en una exclusividad todavía mas difícil,
del nuevo producto que todavía no ha salido al mercado. Sea Ipod, Ipad, Iphone
o cualquier otra cosa que anuncie la chinita sonriente en las pantallas, antes
de neón, después de plasma, ahora led, luego ni se sabe.
Comprar la nada, sin discutir el precio. Ese es el mundo que
nos ha tocado en la ruleta de la vida. Sin saber cuando va a detenerse el
carrusel, ni donde.
Entre los recuerdos agridulces de la primera infancia, en esos
momentos en que el placer es tan intenso que, incluso en tu inmadurez
presientes que puede transformarse en terror, figura aquel en que el viaje
circular en el carrusel de feria, estaba próximo a terminar y temía lo peor
que puede suceder a un niño, que la parada sucediese lejos de donde te dejaron
tus padres en el feliz comienzo de aquella andadura iniciática, parada tan alejada de
ellos que rompiese el nexo visual, el que sigue a la ruptura del
contacto físico y que presagia la inevitable caminata en solitario para el
resto de tu vida.
Vuelve el miedo, la inquietud, la zozobra ante el cuando y
el donde va a detenerse esta estúpida diversión de feria barata en la que
estamos acomodados.
Hay que escuchar la versión original para poder comparar, y para dejar de confundir la fruta con el pecado.
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