ME SORPRENDÍA ANTE CUALQUIER COSA.-
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jueves, 31 de enero de 2013
martes, 29 de enero de 2013
EL CINE Y OTRAS CHUCHERIAS NECESARIAS PARA EL ALMA.- (1)
La primera vez.-
¿Os habéis preguntado alguna vez cual fue la primera
película que recordáis haber visto?
Fijaos que no pregunto por la primera que visteis,
sino que recordáis. Esa es la clave del comienzo de algo, la primera piedra
del edificio en el que vamos a guardar las ficciones, y otras cosas menos
interesantes, que irán formando nuestro carácter. Antes de los recuerdos solo
existe la nada.
Ya, ya sé que para algunos es solo una pregunta
retórica, para la que tienen estudiada respuesta, y no desaprovecharán la
ocasión para recitarla:
1)
- Pues realmente la recuerdo en todos sus
fotogramas, perfectamente. Tenía yo dos
años recién cumplidos, y mis padres me llevaron al cineclub, el bautizo laico
en la sala oscura. Fue “The color of Pomegranates” de Paradjanov 1968, y todavía me
asombra la nula capacidad de los participantes en el coloquio, a la hora de
interpretar las claves, facilísimas, de aquella historia, la más elemental
paradoja sobre la supervivencia de la cultura armenia bajo el yugo opresor.
Lástima que no me permitieron escupir el chupete y explicarlo detenidamente.
La adicción se hizo imagen y La Posesión 1981,
Andrzej Zulawski, pudo más que La Repulsión 1965, Roman Polanski, y el
precoz/procaz adolescente que fui, pasó de ser acusado de hiperactividad a
asumir el papel de autista confeso que le acompañaría en las miles de horas en
la sala oscura. Hasta que el litio y el
prozac… pero eso ya es otra película.
Tambien puedo contaros con absoluta precisión, toda
mi estancia en el claustro materno. Dicen los expertos que esto es rarísimo,
extraordinario, y que no saben si incluirme en el libro ese, o directamente
encerrarme. Que ciertas películas, a veces tienen estas consecuencias.
2)
-Yo probablemente no la recordaría, de no ser por las mil y una veces (en horario
diurno) que me contó la historia mi queridísima tía Obdulia “la camerata”, así
apodada por ser su oficio el de cuidadora de la cámara, del vestuario y joyas
de la virgen local, oficio y cargo heredados de su madre y de su abuela, todas
madres solteras.
Ella me repitió tantas veces cual fue la película
primera, a la que me acompañó, mi bautizo en la sala oscura , “Bambi”, David Hand 1942, y cuáles
fueron mis reacciónes, niño de tres
añitos, la final, del llanto ante la orfandad del protagonista, y la primera
fuga como espectador, al salir disparado hacia la pantalla, corriendo por el
pasillo, con la idea virginal de abrazar al pequeño cervatillo. Afortunadamente
me atrapó antes de llegar a las bambalinas y exponerme a sufrir mi primera
decepción cinematográfica, y vital.
Tantas veces me lo refirió, y tantos mimos me dio,
que le perdono me arruinase el final, lo
que pudo ser una catástrofe, descubrir la falsedad de las dos dimensiones,
simuladas por el proyector luminoso, y permitir de esta manera el principio de
mi carrera como espectador, inmensa.
Ella me enseñó que cosa era el cine, igual que su
hija me enseñó otras cosas, igualmente interesantes. Pero eso es ya de otra
película. (Los que no hayan tenido una amantísima tía soltera, que tiren la
primera piedra, y que se chinchen. No saben lo que se han perdido).
Y 3)
-Vuestras versiones, serán sin duda, de una riqueza tan
inconmensurable como las de los prologistas, y os ruego dispongáis de unos
minutos de silencio meditativo para que las reconstruyáis a placer.
La memoria,
como todas las cosas que creemos de una solidez a prueba de martillo pilón, es
la más agradecida cuando la deconstrucción de nuestra fantasía la hace dudar al
principio, y doblegarse después, ante la fuerza de nuestras pasiones, de
nuestros intereses emocionales que la reconducen por el buen camino, el que sin
duda habríamos tomado en el momento aquel de nuestro error fatal.
Afortunadamente la tenemos a ella, a la memoria, y como es nuestra, nos permite
rememorar, y contar las cosas, como nos gustaría que hubiesen sucedido.
Cuando
no sucede de esa forma fantástica, cuando los hechos soñados se acercan
peligrosamente a la monotonía implacable de la cotidianeidad, cuando se manifiestan
de manera tan impersonal que podrían parecer vividos por cualquier otro, es
entonces cuando nos estamos aproximando a eso que llaman verdad, a esa realidad
compartida. Mal asunto.
Por eso mismo supongo, que mi primera experiencia en
el cine ( lo de sala vino bastante después) será bastante común entre los
lectores, y por eso la voy a contar.
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domingo, 27 de enero de 2013
miércoles, 23 de enero de 2013
¿VIENE GALERNA?
¿Viene galerna?
Mediodía de un veraneo en Fuenterrabía. Playa pequeña y profunda, por aquello de las mareas
del Cantabrico, y atestada de familias ejerciendo su más que razonable
aspiración de recoger yodo y vitamina D para los meses oscuros. No se mueve
nada, ni las bolsas vacías que antes fueron de patatas fritas, ni la melena de
la rubia que tengo sentada en la visual más inmediata, y que tanto enriquece el
panorama canicular. El chapoteo de los alejados bañistas se vuelve inaudible en
la distancia y los cuatro chavales vestidos de neopreno que sujetan sus tablas
con evidente desdén, parecen puestos allí
por las autoridades turísticas para indicar a los visitantes que están en una
de las zonas surferas más importantes, la “mejor” del país.
Uno se adapta a la monotonía, a la repetición cotidiana de
la rutina estival que, dentro de una hora escasa lo conducirá a al chiringuito
de Arguiñano, a disfrutar de un par de croquetas y a continuar placidamente desconectado del reloj que
nos machaca el resto del año con su tic tac implacable.
En esas estaba, cuando una señora, de volumen y edad
discretamente avanzados, emerge de entre los cuerpos yacentes de las primeras filas, y
avanza veloz en dirección perpendicular al borde marino arrastrando sombrilla, bolsos y
demás adminículos playeros. Pero mi abotargada mente y mis ojos entrecerrados
por el sudor no la vieron así. Vieron más bien al
predicador de “Moby Dick”, al Orson Welles recitando las doctrinas que el Viejo
Testamento intenta inculcar a los hombres para su salvación.
Tal que así fue. La buena mujer solo dijo una frase de dos
palabras, con una voz tan poderosa y en un imperativo tan implícito en ellas,
que causó una inmediata deflagración en el público a quien iba dirigida, que no
era mi caso: !Viene galerna!.
Y como las fichas de dominó en esos juegos habilidosos en los
que la primera en caer arrastra la siguiente y las filas se bifurcan dos o tres
veces hasta que en pocos segundos no queda ninguna en pie, así quedó la playa
en menos de un minuto, mientras me preguntaba como aquella gente podía ser tan
obediente, o tan creyente, a la voz de una profecía aparentemente disparatada.
El cielo estaba esplendido y el horizonte sobre el mar ofrecía, a mi
inexperiencia, la promesa de una extraordinaria tarde, de una segura siesta
bajo el sol vasco.
Dicen los sabios que el pánico es contagioso y que las masas
obligan a sus integrantes a hacer cosas, a veces disparates, que jamás harían individualmente.
Ello es cierto. Y en este caso, aunque la apuesta era fácil de cubrir, y el arriesgarse
a desvelar el farol del oponente, parecía un riesgo llevadero, lo cierto es que
me dejé arrastrar por aquella multitud y justo al llegar al paseo marítimo -del
que luego descubriría las heridas producidas en él, por aquel fenómeno, insólito para mí, y más
que frecuente en aquella latitud- al llegar a la zona urbana, comencé a
sentir los efectos del aguacero sobre un veraneante, es decir sobre quien no
está `preparado para semejante eventualidad, el baño en ducha y no en
pediluvio, y con la ropa puesta. Afortunadamente la ropa veraniega es ligera,
de fácil y rápido secado, y más afortunadamente todavía resulta agradable el
frescor producido por ese amable remojón en la hora más cálida del día. La botella
medio llena, siempre.
Solo que la memoria me recuerda de vez en cuando a aquella
señora, y a su extraordinaria profecía: !Viene galerna!.
Y no pocas veces le he dado vueltas al asunto. El fiarnos de
las advertencias, de los consejos, que nos ofrecen los que saben más, los que
tienen esa cualidad extraordinaria llamada experiencia, que no se adquiere
gratuitamente con el transcurso del tiempo, sino que requiere además la
aplicación de un don, innato para algunos, al que llamamos sabiduría.
Evidentemente, aquella buena mujer estaba recibiendo señales celestes,
invisibles para los profanos, y estaba habituada a esquivar las consecuencias
en la demora de la integración activa de aquellas señales. Era sabia, sin duda,
pero además era buena. Podía haberse marchado discretamente dejándonos expuestos
a la tormenta, y no lo hizo. Parte del reflejo, de la alerta sobre su seguridad
propia, se volcó instantáneamente en la transmisión fehaciente de la necesidad
colectiva de protección frente al tsunami.
Otras veces pienso que, en el caso de que ella no hubiese
avisado, lo habrían hecho otros, al fin y al cabo esa experiencia y esa sabiduría,
incluso la generosidad, si no innata, es o debe ser, prefiero pensar, frecuente
entre los paisanos.
Lo cierto es que mi estupefacción ante la aparente estupidez,
basada en la ignorancia del observador -como casi todas las estupideces- se transformó
en admiración y también en agradecimiento en aquella ocasión, y como, no pocas
veces, he deseado que esta anécdota me volviese a suceder en la vida. En no
pocas ocasiones y en diversas facetas de esto que suelo llamar supervivencia,
me habría venido de maravilla.
Incluso ahora mismo, en el asunto que a todos nos agobia de modo inmisericorde, me debato
entre la duda de si debemos esperar, seguir esperando, el aviso de algún alma
caritativa que nos grite, a los sordos, aquello de “Viene galerna”, o si bien ya lo ha dicho, lo
ha gritado un montón de veces, hasta quedar afónica la pobre mujer, y nosotros seguimos
negándonos ante la evidencia, ante el color del cielo que, no es que ya no
presagie nada bueno, es que su súbita descomposición , la repentina
metamorfosis del aire en agua torrencial, no nos va a dejar otra escapatoria
que la de arrepentirnos de nuestra inacción, bajo la ropa empapada, a sabiendas
de que la ropa en invierno suele acumular mucha más agua, y que ese otro
eufemismo, la sensación térmica, con el que intentamos ocultar el frio que
llega a los huesos, que suele anteceder -otro
profeta- a la neumonía, no nos va a dejar
escapatoria.
De la sanidad, de los
antibióticos gratuitos, urbi et orbe, mejor me callo.
Claro que tampoco me preocupa acertar o equivocarme. Al
parecer el resultado es intrascendente, cuando nadie está dispuesto a abandonar
la playa.
Solo me queda la duda :
¿Viene galerna?
sábado, 19 de enero de 2013
PAISAJE CON FIGURAS.(AQUÍ Y AHORA).-
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jueves, 17 de enero de 2013
MANKIEWICZ EN EL MANUAL DE USO CULTURAL -
“Lo corpóreo no tiene, fuera del número tres, ninguna otra magnitud;
todo se determina por medio de la trinidad, pues el principio, el medio y el
fin son el número del todo, que es el número tres.”
Aristóteles: “De Coelo I, 1”
Comprendo que la mayoría de idealistas bienpensantes siga
manteniendo el dogma de la igualdad de todos los seres humanos a la hora de
desarrollar sus capacidades innatas, o al menos su derecho a manifestarlas.
Olvidan la primera piedra insalvable en el camino, la genética. Darwin ya
apuntaba en dirección contraria, ya que aquellos con los genes adecuados a las
circunstancias, tienen mayor probabilidad de triunfar en esa competición
interminable llamada supervivencia. Nunca existió tal igualdad de
oportunidades. (Herman Mankiewicz, hermano de Joseph, ya escribió el guión de
“Ciudadano Kane”).
En la fase educativa del individuo aparece otro factor que
agrava las diferencias, el entorno. Los recursos familiares, sin olvidar los estatales,
son los que permiten la educación elitista en su sentido estricto, en los
mejores centros; a la vez que añaden otro tercer elemento diferenciador,
imprescindible y ajeno a la formación académica, la posibilidad de realizar el
viaje iniciático, el postgrado fundamental, el master vital para aquel que
dedica sus años de esplendor en la hierba a trabajar aprendiendo, a aprender
trabajando en el lugar del planeta donde el fulgor de la hoguera provoque
ceguera a los que se acerquen excesivamente.
La República
de Weimar, el crisol de la inteligencia europea, durante los años veinte del
siglo pasado, donde coincidieron autores como Brecht o Max Reinhardt, y
periodistas, guionistas o cineastas como Preminger, Wilder, o Mankiewicz que,
precedidos por Lubitsch y Fritz Lang, iniciaron una diáspora tan forzada como
selectiva, a Hollywood.
Al final son siempre los mismos tres lados, los de cualquier
triangulo esotérico, la cuna, la formación y el trabajo. Mankiewick los tuvo
todos.
Y de su única carencia, la incapacidad para superar la
prueba de acceso a los estudios de psiquiatría, hizo su mayor virtud, la
incorporación de sus extensos conocimientos sobre psicoanálisis, como
complemento personal e insustituible en la obra cinematográfica a su cargo,
bien como guionista, productor, director , o factotum, que de todo hubo.
El toque característico, el individual de los buenos
artesanos, lo aprendió de su maestro Lubitsch, quien tan solo le indicó algo
tan fundamental como que es lo que “no” debía hacer. Igual que el asumir su
método de trabajo, que continúa siendo el habitual, incluso, en las actuales
series televisivas, en las buenas se entiende.
Se trata de fragmentar el proceso en tres partes. La idea
básica, la historia central, mejor dejarla a
los clásicos, Shakespeare en “Julio Cesar”, Tennessee Williams en “De
repente el último verano”, Anthony Shaffer en “La huella”, El Volpone de Ben Jonson en “Mujeres en Venecia”, o
excepcionalmente la novelista Mary Orr
en “Eva al desnudo”, la película que colocará a su autor en el olimpo
cinematográfico. Dejando el desarrollo, el tempo, y la puesta en escena, en sus
manos, como director o guionista principal.
Sin olvidar el último toque, el inimitable de los genios
gastronómicos a la hora de conseguir el clímax en el comensal, o en el
espectador, el barniz final en la trama del bordado, la perfección en la frase que
cierra cada dialogo, el de las replicas que apagan el eco de la anterior. Para ello,
inevitablemente, son necesarios un amplio elenco de artesanos especialistas en
el torneado, el pulido, la pintura y a veces el craquelado, de ese texto
imprescindible para el cine, el guión.
Hollywood lo ha sabido desde siempre, y es en su época
dorada en la que este componente alcanzaría su mayor esplendor, la de Mankiewicz.
Teatro a fin de cuentas, puro teatro, proyectado para una única función ante
las cámaras, en la que la perfección solo puede conseguirse con el eterno
triunvirato, actores, medios técnicos (dinero), y literatura, la madre de todas
las películas.
Mankiewicz bromea con Rex Harrison mientras Richard Burton se pregunta que es lo que se le ha perdido en semejante película. (La respuesta es obvia).
La foto, y el pie, los he tomado de " If Charlie Parker Was a Gunslinger, There'd Be a Whole Lot of Dead Copycats" .
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