La Cenerentola en el Palacio Garnier, en versión para
cenerentolos.-
No puedo decir que un servidor haya vivido, o esté viviendo
por encima de sus posibilidades. Esto, al parecer, solo puede conocerse con
exactitud visto desde fuera, es decir según el juicio rigoroso de la propaganda
oficial. No voy a discutirles semejante afirmación.
Lo cierto, y por tanto
verdad, es que estoy viviendo muy por encima de las posibilidades de los que lo
hicieron antes que yo, de la mayoría de ellos al menos, y esto es un hecho
innegable. La profusión de medios escritos y la movilidad de facto a través de
prácticamente todo el planeta, es una realidad, impensable para la generación
anterior a la nuestra. De las anteriores a la invención del slip (aka gayumbos),
ya ni os cuento.
Bien es verdad que el componente audiovisual, en general, y la
demanda del mal gusto por los que detentamos el ídem, hace difícil retrotraerse a
la tontuna mediática y al telepredicador, al panem et circensis, en el que ya
no resulta extraño incluir el nombramiento de un nuevo papa que, me temo que si
no le aconsejan cerrar la boca, como hicieron con Leticia, va a conseguir que,
al menos, tengamos un papado divertido.
Espigando entre la mies cosechada a lo largo de los cinco
últimos siglos –antes comían sin tenedor, lo del slip ni se les pasaba por la
cabeza- encontramos tanto alimento espiritual, tanta cultura a nuestro alcance
que no nos molestamos en acumularla, no encontraríamos un silo suficientemente
dimensionado para albergarla. Por ello nos limitamos a mordisquear unos frutos
secos por aquí o unas raíces dulces por allá, con la seguridad de que no terminaremos
jamás, en nuestra discreta finitud, con el alimento de nuestra despensa natural.
Escribo esto escuchando a María Callas, que es como escuchar
la tata, nana, yaya que nunca tuve, tarareando por la casa desde el amanecer
hasta la hora en que sale el lucero del alba. (Venus para los laicos, pero no
se lo contéis a nadie).
Y pienso en la ópera, en lo que es y en lo que ha sido.
Impensable que pueda un mortal, un servidor por suponer, decidir este finde
acercarme a la Opera Garnier – La Bastille es otra cosa, más para heterodoxos
del bel canto- y lograrlo sin despeinarme (ventajas de calvo) vuelve a ser algo
absolutamente excepcional, por ficticio, para cualquier aficionado de hace tres
o cuatro décadas, no más.
También debo reconocer que no es oro todo lo que reluce. Que
la compra de las entradas – billets, pardon – a través de internet se vuelve
mitad ficticia, mitad fraudulenta, cuando al hacer la reserva me excluyen del
registro por no tener domicilio en Francia. La primera en la frente. La segunda
es semejante, todas las entradas están vendidas antes de salir a la venta,
aunque me aconsejan los expertos –foreros- pasarme por la puerta y contactar
con algún maqueado intermediario con sus armanis y dientes de oro para,
igualito que en los espectáculos de autodesguace de José Tomás, poder
conseguirlas por la cantidad reflejada en su parte inferior pasada por algún
múltiplo diferente de la unidad. Aun así veo la jugada, me planto allí, y
driblo a un par de reventas, al portero compinchado con ellos que me insiste “Tout soldé monsieur” hasta llegar a la
taquilla donde un concienzudo asiático discute con la chica y con su
tabletofono, a la vez que comprueba su tarjeta de crédito, en una transacción
interminable.
Sí, me confirma la vendedora, reservamos obligatoriamente el
10% del aforo para venderlo en las dos horas anteriores al comienzo, solo que
ya solo quedan las… eso.
- Hecho -
Confirmación de que esto ya no es lo que era, un
divertimento exclusivo para la aristocracia y para la nobleza condescendiente
en mezclarse con esa chusma tan necesaria para ella. El resto, de librea y
firmes en los pasillos, en las esquinas del foyer como pies de lámparas
anteriores a Ikea, o bien cuidando de los percherones en las frías y húmedas
–que catarro me agarré- calles adyacentes.
Resulta hasta viable para un rústico y ecléctico melómano como yo, un plebeyo meridional – lo de latino vino
después - que traiciona por un dia a Silvio Fernández y a Rafael Farina, el
comprobar si es verdad lo que dicen los siglos del tal Rossini, del de la tumba con
flores frescas que había visto, esa misma mañana, en la colina del adiós.
Y la verdad es que si, que la opera cómica es la que
prefiero, que para tragedias ya las tengo en la calle, gratis, o las veo rondar
en mis pesadillas nocturnas -en las
otras no, en esas solo veo defraudadores en la cárcel, justicia social y tal y
tal, son pesadillas de ciencia ficción – y la música del italiano/francés
colabora insistentemente en hacerte pasar un buen y largo rato. La puesta en
escena o los cantantes de una función así no son descriptibles. Es una
experiencia individual y placentera, obviamente no transmisible. Demasiado
buena para ser real, y si no repito con regularidad es porque sigo considerando
que no soy digno de ella. A donde vamos a parar.
Puedo no obstante aportar pinceladas sobre el inframundo
extramuros de las bambalinas.
Desde mi palco podía ver a casi toda la concurrencia, aunque
no reconocería a nadie, aunque hubiese dispuesto de unos gemelos –los
prismáticos son de mal gusto aquí- como en las películas, y hubiese tenido un/a
cotilla a mi lado que me fuese informando de las incidencias, es decir
infidelidades presuntas o confirmadas. Pero afortunadamente no dispuse de esos
medios y en compensación, pude tener, al alcance de mi mano los frescos del
techo, el Chagall que había intentado contemplar, infructuosamente, en
ocasiones anteriores.
Desventajas de los palcos para inexpertos en el obsceno y
pecaminoso mundo de los teatros cubiertos de pan de oro. La verticalidad.
Lo de pecaminoso es lo primero que me vino a la cabeza. Tanto
lujo, tanto mármol y tanta purpurina no encajan con la vida virtuosa que llevo,
a mi pesar, y no fue hasta comparar semejante ostentación de riqueza con la
otra vez que me sucedió algo parecido, en el Vaticano, cuando comprendí que no podía
aquello ser pecado. En todo caso sería como un tráiler de lo que nos espera en
el Walhalla a los cumplidores con las tablas de la ley y con hacienda.
El asunto de los palcos superiores, para los que padecemos vértigo,
resulta una experiencia absolutamente traumática, acercar el cuello a la
fenetre es situarnos al borde del abismo, imposibilitando el grado de paz
interior necesario para el disfrute de un espectáculo, presumiblemente
divertido. Si bien la moqueta aterciopelada del suelo era lo suficientemente
gruesa y tupida para permitirme disfrutar la representación, las casi tres horas
de rigor, de rodillas, por aquello de rebajar el centro de gravedad, y a la vez
percibir en todo momento la sensación del contacto con le sol salvador.
Al principio eché en falta el
reclinatorio de la tía Eduvigis, con su acolchado y su soporte para misal, tipo
facistol, que hubiese proporcionado algún grado extra de disuasión frente al
infinito que se abría frente a mí. Pero no estuvo mal la experiencia. Supongo
que ya contaban con eso y la moqueta, incluso los cojines aterciopelados, estarían
pensados para el menester a que los dediqué.
El libreto, hasta tres niveles de edición, desde la lujosísima, y exclusiva
de las butacas para los “pata negra”, nada que ver con los pieds noires, que
vienen a ser el polo opuesto de esta sinrazón, hasta la que me dieron a mí, muy
parecida a un recordatorio de la primera comunión, de los de antes de que fuésemos
ricos, y pensada sabiamente para que me cupiese en el bolsillo de la camisa,
junto al tablefono, mudo para esta ocasión. Tampoco su obsolescencia justifica
el despliegue de las linotipias en loor del papel cuché.
Si consideramos que la pantalla de los sobretítulos, encima
del escenario, es el invento más provechoso en la opera desde la aparición de
la luz eléctrica. Es suficiente con desviar subrepticiamente la mirada, de vez
en cuando, para poder leer la línea que la soprano y el tenor, estiran, y hasta
repiten de modo interminable. Apenas me distrajo de la contemplación y de la
escucha, de la orquesta prodigiosa que tenía a mis pies, y a esa distancia en
que los oídos no pierden el menor matiz. Además el uso innecesario de papel,
sin reciclar por la pinta, ya no se lleva. Abur a los folletos. (El poder leer
el texto en alemán, de una obra rusa, es algo que hay que hacer provisto de
vodka, sobre todo si tampoco entiendes el alemán). Y si, otra ventaja del palco
es que puedes calmar tu sed discretamente, y dedicarte a otros menesteres si ha
lugar, aparentando la mayor atención al espectáculo. Igualito que hacen los
personajes de las películas. Lo he comprobado.
El ambigú, en el salón apropiado, no estaba al nivel que yo
esperaba. Bien es cierto que no ofrecían el vino blanco espumoso que uno puede
sufrir en Praga o en Varsovia y al que en nuestros teatros llaman cava, pero la
cerveza que me dieron era…belga, y eso es algo imperdonable. No puedo con tanto
dulce sin empalagarme.
No obstante, la experiencia de incorporarme a un escenario
de semejante entidad, la sensación de atravesar las fotografías de un libro de
arte, y situarte en el lugar y en el tiempo en que los faraones franceses
disfrutaban con estas bagatelas, es realmente fructífera. No hay pantalla de plasma,
ni gafas 3D que puedan emularla, de momento.
Los frescos del techo tuvieron otro efecto aparte del benéfico
de distraer la mirada en aquellos momentos en que la obra se me volvía
demasiado familiar para retener la atención, al convertirse en el factor de
continuidad, en la ligazón parisina que me llevaría el dia siguiente a la
exposición monográfica “Chagall entre guerras”, pero dejémoslo aquí.
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