Cuando uno viaja solo, cuando viaja por deber, y se encuentra en una ciudad, ahora extraña, en la que vivió parte de su adolescencia, se encuentra bastante perdido. Embriagado por referencias urbanas y humanas que ya no existen, o estan, en otra forma y en otro sitio, irreconocibles.
Vencido el estupor del recuerdo, que insiste en doblar la próxima esquina para volver a aquel bar. donde merendaba con los amigos del ayer, golpeandose con otra oficina bancaria, con otro puesto de chinos en lugar de la pastelería donde su madre compraba las magdalenas, vencido el estupor y apremiado por el hambre después de una mañana intensa, no queda otra que encender el GPS del sentido común: buscar local céntrico, limpio, luminoso, y entrar en una cafetería que reúne todo lo anterior, junto con la promesa de tapa a elegir con la caña y una carta mas o menos sugestiva para un estomago hambriento y de capacidad limitada. Se sienta en una mesa discreta desde donde puede ver a los parroquianos- otra palabra perdida- sin apenas ofrecer una presencia perceptible. Los parroquianos tienen poco que ver, la verdad. Maduros y elegantes con su disfraz provinciano, apenas logran distraerlo del plato de calamares, tan horrorosos que, el maître – al menos viste como tal- lo invita a doble ración de tapas, tan copiosas e incomestibles como el rebozado a la romana, en justa previsión de sus necesidades, para evitar la pesadez de una comida abundante y poder seguir pronto en carretera. Queda la mesa rebosando de platos sobre bandejas de varios tamaños y colores, algunas como extrañas matrioscas, van saliendo unas de otras y su contenido quedando incólume tal cual estaba en la cocina, de donde nunca debieron haber salido. En fin, una mezcla entre fast food y slow food que no acaba de cuajar.
Es cuando levanta la cabeza, con el trago único del café, (el italiano y el portugués son así, un solo trago), cuando se percata de la figura familiar que se vislumbra tras el escaparate en que se encuentra, la del chalet del parque. El palacete centenario al que las crónicas del periódico, que a veces sigue en la distancia, acusan de hundirse diez centímetros bajo el nivel del suelo cada cincuenta años, ya prácticamente perdido el primer escalón de la entrada y, sin signo alguno, sin grieta o desperfecto aparente que justifique el menor fallo en su estructura. Un edificio convertido en leyenda pues, y no solo por la anécdota subterránea y sus misterios, sino por ser el único superviviente de una época en la que en un kilómetro a la redonda del caserón solo había un prado, un bosque, un parque, y media docena de edificios similares y extintos, menos afortunados.
Pero para el viajero tiene otra categoría diferente a la actual, de objeto de deseo de los especuladores inmobiliarios, tiene otra identidad relacionada con los años que esta informando. Era la casa del médico donde alguna vez lo llevaron de pequeño para intentar solucionar la grave enfermedad que a muchos chicos ha estado a punto de llevar al huerto, “Que el niño no come, que come poco, que no come nada”. Que entonces, como ahora por lo visto, comía poco a ojos de una madre que, envidiaba a la vecina y sus gorditos pensando en que una buena reserva en peso no estaría de más ante la previsible enfermedad consuntiva que acababa en repiquete.
La consulta del Dr. Gazaba, dueño de la casa, estaba en la planta baja y, cuando se aproximaba el turno para el presunto paciente, la madre salía a comprar magdalenas, a la repostería cercana como vimos antes, y el chico entraba al gabinete médico acompañado de una anciana, de una niñera ocasional que curiosamente aparecía en casa para tal cometido. Al poco rato aparecía la madre y recibía el diagnostico, molestias gástricas propias del crecimiento y el tratamiento en forma de vitaminas y una lista de alimentos sanos y aconsejables que también es coincidencia, eran los habituales del chico. Este, entre asustado e indignado por la inicial deserción materna, pasó a la sensación de perplejidad cuando , meses mas tarde se repitió la situación, e intentó abrir ojos y afinar oídos para entender lo que estaba sucediendo. La segunda vez se fijó en la cara de placidez cercana al éxtasis, de la niñera, aunque en aquel tiempo ignoraba que era eso y quizás lo asociase con cierto matiz de simpleza, e intuyó una cierta complicidad entre la anciana, contenta, la tía Felisa, la tía Felisa Gazaba, la señora del carrillo de chucherías de los domingos del pueblo, y su madre, y en los comentarios que hicieron durante el regreso.
-¿Te ha reconocido?- dijo la madre.
- Me ha mirado, pero no me ha visto- contestó Felisa.
-Sois muy parecidos, a pesar de que tu hermano tenga veinte años menos que tú- remató la madre.
Y el chico, atando cabos y apellidos, fue prudente y calló ante un nuevo misterio que aparecía en su entorno. Dos personas podían ser hermanos y no conocerse, podían pertenecer a niveles sociales tan distantes como cercanos estaban sus domicilios, y por, tanto podían existir familias, extrañas familias donde los padres tenían varias madres con las que tener hijos. Algo sorprendente. Algo que quedó en el olvido cuando el chico siguió aprendiendo otras cosas y conociendo otra gente, aunque, por otras razones siempre recordaba con cariño a aquella anciana desdentada, que vivía sola en una parquedad muy cercana a la pobreza., aquella vieja bruja para otros compañeros de correrías y aquel ángel para él que aparecía siempre al lado del chico enfermo, aunque este fuese imaginario.
En aquellos tiempos, muchas de las preguntas que hacían los niños, en su continua labor de aprendizaje, al objeto de descifrar cualquier fleco que vagaba por el sendero del entendimiento, iban hacia el mismo lugar, hacia la misma respuesta, y terminaban en una zona oscura que ocultaba un hecho terrible “La guerra”, un sujeto terrorífico que era mucho mas que un sustantivo neutro al que pudiese añadírsele un apellido en forma de fecha o lugar. “la guerra” no solo tapaba las respuestas, también abortaba la mayoría de las preguntas, como fue en este caso. No obstante, el chico asoció ideas y como no ignoraba que durante un cierto numero de años, en los que el pueblo sufrió una extraña metamorfosis, algunos matrimonios se deshicieron legalmente, y hasta los niños que nacieron en aquella epoca llevaban unos nombres preciosos y extraños, distintos a los de santos, mártires y reyes de España, pues el chico pensó entonces que el misterio quedaba explicado, con la erronea justificación del que no tiene suficientes datos, pero tampoco puede conseguirlos, y dejó pasar el tiempo.
Pero ahora , para el viajero, la visión del palacete se completa con la experiencia, con el eco de otras imágenes similares, las casas de indianos. Eso es. Un caserón construido por un indiano hace más de un siglo, un paisano que dejó a su familia en el pueblo, y Felisa, la hija era parte de ella, y marchó a buscar fortuna. Solo que con la riqueza probablemente encontraría también otra mujer y, para ella, construyó el chalet del parque.
Hoy al viajero, que ya no es tan niño, le cuadran las cosas, las fechas, y lo sabe. Y sabe también que la vieja Felisa, con la complicidad de su madre, nunca estuvo mas cerca de esa vida y de esa familia que le fueron negadas. Y que cuando ambas usaron al chico para ese intento heroico, no hicieron otra cosa que localizar en él el punto de apoyo para una palanca con la que intentaron cambiar el destino. Evidentemente no lo consiguieron, pero más evidente para el viajero es que fueron valientes al intentarlo, y que le dejaron una hermosa lección, una lección recibida con casi medio siglo de retraso, pero en todo caso, viva.-------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------