El mayor espectáculo del mundo. El cielo.
Cierto que la jornada, quinta según el calendario de primavera, sábado santo –es un decir- ya estaba cargada de experiencias extrasensoriales para las que mis embotados sentidos no tenían preparación alguna, y no por inexpertos precisamente, si no porque la naturaleza te sorprende a cada paso con imágenes inéditas que, curiosamente ha repetido una y mil veces.
Las cigüeñas secando sus alas empapadas tras cuatro días de lluvia incesante. Nunca había contemplado esos pájaros tan grandes con los cañamones colgando a los lados como si fuesen la falda camilla de una casa que apoya únicamente en sus patas, y a veces con una sola tienen suficiente. Tortugas enormes, galápagos venerables soleados en lo alto de la peña que reina en el centro de la charca y con la que comparten forma y color.
Y el paisaje tan familiar, las rocas graníticas emergiendo en un mar de arena, como picos tímidos del gigantesco iceberg que la roca madre esconde de nuestra mirada y sobre la que hemos crecido como las florecillas multicolores y efímeras de la primavera, siempre y cuando esta señora tenga a gala aparecer, como ha sido el caso esta vez.
Me sorprendo, al ver elevado el florecimiento granítico a la categoría de parque natural ” Los Barruecos”, y aunque nada humano me sorprende del todo, tengo que reconocer que la gente que pone nombre a las piedras y las eleva a los altares, tiene su mérito, y mi estupefacción.
-Tú eres Piedra y...- ya sabéis.
Y en el centro, en la mitad del camino, algo tan elemental, tan promiscuo y reconfortante como es la comida. De esas con un comienzo y un final indefinidos, sin el menor recuerdo para el Licenciado Vidriera y sus miserias, ni para los ayunos cuaresmales de nuestros ancestros, ciertamente aterrorizados por las amenazas eternas, y no tan eternas, a las que durante siglos estuvieron sometidos.
Una de esas comidas fundamentadas en productos sencillos y a la vez insuperables, en la que la ausencia de aquellos irrecuperables para el paladar , como las sardinetas del aperitivo o los nazarones del postre, quedaba gratamente compensada por su nostalgia. El arroz, fabuloso.
La barra abierta hasta el amanecer que, según vamos siendo menos jóvenes, se convierte, naturalmente y sin estridencias, en el atardecer.
Y es a esa hora, cuando el crepúsculo inicia su andadura, cuando la imagen que tienes frente a ti, te descubre el origen de la vida, el origen del universo. El cielo sobre la dehesa, el mayor espectáculo del mundo, donde la línea que separa el mar del cielo se vuelve imperceptible y donde se pueden ver, con cierta dosis de imaginación y algo de escocés, los barcos flotando.
Comprobadlo, y corregidme si me equivoco.
P.D.-
A mí vuelta al cole, he encontrado, cosa novedosa, diversos departamentos en los que queman incienso en un incensario-obvia, la palabra- para extender el espíritu penitencial mediante estímulos olfativos, varios días más, o semanas, sobre el tiempo de rigor.
Al parecer es costumbre importada de la Roma y de la Bizancio de la cosa, que actualmente adoptan los seudónimos de Málaga y Sevilla.
He propuesto al gerente cambiar los gorros y mascarillas de quirófano por una única prenda higiénica en forma de capirote, al objeto de simplificar su uso y a la vez ir preparándonos para la próxima edición.
Incluso le hablé de la posibilidad de usar distintos colores, alejados del verde del Duque de Ahumada, ya muy visto, y más acordes con las simpatías de cada nazareno.
La respuesta no es reproducible. Los de Google son capaces de cerrarme el blog.
Y en el centro, en la mitad del camino, algo tan elemental, tan promiscuo y reconfortante como es la comida. De esas con un comienzo y un final indefinidos, sin el menor recuerdo para el Licenciado Vidriera y sus miserias, ni para los ayunos cuaresmales de nuestros ancestros, ciertamente aterrorizados por las amenazas eternas, y no tan eternas, a las que durante siglos estuvieron sometidos.
Una de esas comidas fundamentadas en productos sencillos y a la vez insuperables, en la que la ausencia de aquellos irrecuperables para el paladar , como las sardinetas del aperitivo o los nazarones del postre, quedaba gratamente compensada por su nostalgia. El arroz, fabuloso.
La barra abierta hasta el amanecer que, según vamos siendo menos jóvenes, se convierte, naturalmente y sin estridencias, en el atardecer.
Y es a esa hora, cuando el crepúsculo inicia su andadura, cuando la imagen que tienes frente a ti, te descubre el origen de la vida, el origen del universo. El cielo sobre la dehesa, el mayor espectáculo del mundo, donde la línea que separa el mar del cielo se vuelve imperceptible y donde se pueden ver, con cierta dosis de imaginación y algo de escocés, los barcos flotando.
Comprobadlo, y corregidme si me equivoco.
P.D.-
A mí vuelta al cole, he encontrado, cosa novedosa, diversos departamentos en los que queman incienso en un incensario-obvia, la palabra- para extender el espíritu penitencial mediante estímulos olfativos, varios días más, o semanas, sobre el tiempo de rigor.
Al parecer es costumbre importada de la Roma y de la Bizancio de la cosa, que actualmente adoptan los seudónimos de Málaga y Sevilla.
He propuesto al gerente cambiar los gorros y mascarillas de quirófano por una única prenda higiénica en forma de capirote, al objeto de simplificar su uso y a la vez ir preparándonos para la próxima edición.
Incluso le hablé de la posibilidad de usar distintos colores, alejados del verde del Duque de Ahumada, ya muy visto, y más acordes con las simpatías de cada nazareno.
La respuesta no es reproducible. Los de Google son capaces de cerrarme el blog.
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