
A veces soy como el rio:
Llego cantando...
Y sin que nadie lo sepa, viday
Me voy llorando...
Es mi destino,
Piedra y camino...
De un sueño lejano y bello, viday
Soy peregrino...
Los interludios instrumentales, infrautilizados habitualmente
como obertura o como sintonía de cierre, son algo más, algo que pueden llenar de impotencia las manos, incapaces de
hacer vibrar las cuerdas de una guitarra, y las de algunos corazones, para que
nos vamos a engañar.
Al fin y al cabo no hacemos otra cosa que simular los
sentimientos y sus ausencias, con los pequeños placeres que podemos pellizcar
en instantes aparentemente banales como escuchar una balada juvenil, escrita y
grabada hace cincuenta años, y dejar que esas manos inútiles simulen tocar esa
guitarra solista que muchos hemos soñado tocar.
Al final he debido autoconvencerme de que las eléctricas tocan solas, veo que las enchufan, tocan un
botón o dos y a sonar, no hay problema alguno en convertirte en guitarrista de
primera y, como en la vida, si no tienes fe en la habilidad de tus dedos o en
la virtuosidad de tu desafinado oído, mejor dejarlo así, y no intentar
comprobarlo para no romper la ilusión, que esa si es fundamental para
levantarse todos los días. Después de todo el poder escucharlas y además
agruparlas en un disco ya es lo suficientemente placentero para espantar tus
carencias. No se puede tener todo.

Comenzaron Los Relámpagos, los Spotnicks suecos, y Los
Pekenikes, aunque antes habíamos escuchado el “Apache” de los Shadows en la
sinfonola de la capital, ignorando hasta mucho después quienes fueron los intérpretes
originales, los compositores e incluso los productores, que todo fue llegando.
Bien es cierto que los Tabajaras y la trompeta de Roy Etzel cobraron un
exagerado protagonismo en esa época en que sobran las palabras, la luz, y otras
cosas. Papetti llegó algo tarde a la cita, igual que Lafayette estaba demasiado
lejos con su Hammond y sus versiones, y a pesar de todo los escuchamos como si
hubiesen crecido con nosotros, o más bien como si hubiesen decidido dejar de
crecer, también con nosotros, y quedar sonando en los momentos esos en que se
impone el silencio, la melancolía o cualquiera de los sentimientos adolescentes
que los putos años insisten en convertir en desfasados, obsoletos,
despreciables, y eso me temo que no lo van a conseguir. Ya digo que Daphne es
muy suya, el Jack Lemmon que comienza con un disfraz grotesco y termina cogiéndole
algo más que cariño.

Afortunadamente ahora los etiquetas nos importan un bledo, y
nos permitimos intercalar temas inclasificables que harán reír o llorar, y a veces
las dos cosas a la vez, aunque resulte difícil el discernirlo. El drama
femenino y el masculino, cada uno con sus diferentes patrones de tragicomedia,
de deseos desatendidos y la acerada
crueldad que el desamor puede inspirar al rapsoda. De todo hay en el huerto
musical de este año.
Aunque ya digo que el límite entre el mal gusto y el mejor gusto,
resulta bastante confuso, y que espero la fundada acusación de que se me ha ido
la olla, a sabiendas de que la perdí hace tanto tiempo que ya no recuerdo si en
realidad era un puchero o un lebrillo.

Hay alguna novedad, que me hace pensar si el límite
entre la madurez y la podredumbre consecutivas y naturales en la evolución de
un servidor, se han vuelto realmente indistinguibles, una vez superada la
barrera invisible de ambas, ya resulta imposible discernir entre la tontuna de
nacimiento y la sabiduría, el falso armiño con el que dicen que los años van
recubriendo nuestras espaldas. Supongo que son solo habladurías, eso que dicen.
Digo esto porque de pronto he notado que aparecen temas
trascendentes entre los otros, vamos por los cuatrocientos, que aun siéndolo,
lo eran a través de la doble lectura del sarcasmo, de la exageración que
convierte en risibles los mensajes eternos, o simplemente nos hacen disfrutar
de su esmerado sonido. Hoy encuentro alguno que lo es simple y llanamente
porque esa es su esencia.

He debido ponerme profundo, espero que subconscientemente, y
sometido a la necesidad compulsiva de incluir este poema de Yupanqui, que me
parece
Absolutamente intemporal y perfecto, a la vez que un alimento
espiritual de primer orden para las carencias del alma. No ha sido fácil
encontrar una versión, entre media docena, con la calidad aceptable para que no
desmerezca engarzada en este dije de
piedras semipreciosas, y al final he aceptado aquella con el sonido raspado que
no desentona a pesar de provenir de algún directo que no suele ser nuestra
especialidad.
La verdad que “Piedra y camino” bien merece la
excepcionalidad que encierra el aplazar el humor, y el ritmo durante unos
minutos de escucha para disfrutar con la sabiduría del poeta, y moralista, que
nos confundió al encerrarse con la etiqueta de payador. Sobre todo porque nunca
hasta hoy, he sabido que significaba esa palabra.
“Payador, coplero y cantor popular que, acompañándose a la
guitarra, improvisa canciones” del lunfardo o criollo, o sea que mira por donde
estaba el hombre en la onda, y lo tenía
callado.
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