“Obscenidades previsibles de rico nuevo”.
La inevitable conjunción astral que guía los pasos, hasta los mas pequeños, de nuestra actividad cotidiana, ya me habían avisado del evento inexorable. El destino me dio un aviso en la exposición sobre jardines modernistas que la fundación Thyssen junto a la hoy extinta Caja Madrid, organizaron hace poco mas de un año. A pesar de limitar mi visita a la “mitad” que gratuitamente se ofrecía a los aficionados para pasear frente a los lienzos coloreados, impropiamente llamados cuadros, y de obviar la selección complementaria expuesta en el Thyssen, a la que los oráculos del arte madrileño, no concedían mayor –ni menor- importancia, quedé realmente y placenteramente impresionado sobre el retrato colectivo de la naturaleza domesticada a la que denominamos jardín.
Son varios siglos de pintura, y el modernismo del titulo es solo un reclamo, un ilustre apellido para espectadores necesitados de etiquetas aristocráticas. Recuerdo algún Klimt, Delacroix, Sargent, Sorolla y Anglada Camarasa, que me hicieron pasar ratos excelentes. Pero también la coincidencia, la inscripción reiterada, en gran parte de las notas al pie de las obras expuestas. “Propiedad de la baronesa Thyssen”. “Perteneciente a la colección privada de Carmen Thyssen”.
Una colección curiosa que, seguramente incluiría joyas similares que resultarían apetitosas para los semi-profanos, los que disfrutamos con el costumbrismo y el realismo estiloso. ¿Quién las pillara? Pensé entonces.
Y las estrellas que todo lo saben, y que todo lo pueden, respondieron a mis plegarias.
Y lo hicieron en la forma que Capote relata en su cuento sobre las plegarias atendidas, y que es la misma de sabiduría milenaria sobre los deseos que, cuando se hacen realidad, terminan siendo rechazados, o al menos lamentados, por el alma que los implora.
Pocos meses después inauguran, a tiro de piedra de un servidor, el Museo Carmen Thyssen de Málaga, en el que supongo se reúne lo mejorcito de la colección soñada.
Dejo transcurrir un discreto rodaje, un tiempo prudencial, en el que la puesta a punto de las instalaciones y la evanescencia de la presumible expectación inicial, hagan mas disfrutable la visita y...
Alli estoy. En la Plaza de Carmen Thyssen, lo que supone el primer contratiempo, al no aparecer en callejero alguno, ni en el omnisciente Google maps, semejante localización. Menos mal que en letras pequeñas, minúsculas y entre paréntesis, figura lo de “Antigua calle Compañía”. Primera en la frente, me digo, y también aquello de “Señor, pero como he caído tan bajo” que era de Laura Antonelli, cuando era Laura Antonelli. Y segunda, aprendo el primer mandamiento del rico nuevo: “No tomarás mi nombre en vano”.
Construido sobre un supuesto palacio en cuyos cimientos – obsérvese que lo han reconstruido- aparecieron restos de una “necrópolis tardoantigua”. Aquí ya comienza a entrarme la risa, y el presentimiento de que voy a disfrutarla. Lo de tardoantigua es un hallazgo literario que, por si solo justifica el esfuerzo de derribar un caserón decrepito para convertirlo en un clon del museo privado de X, de los que se han inaugurado n unidades de decenas en los últimos años del tiempo de la espuma que tanto vamos a añorar. O no.
Resulta inevitable que me centre en el edificio, y que lo haga con la mirada del inexperto. Es grande, y está nuevo. Positivas y sabias apreciaciones. Luego encuentro que las salas son cuadradas, que están dispuestas en sentido circular y en plantas superpuestas y me vuelve la sensación de que ya he visto eso en otra parte, lo que no tendría nada de particular si tengo en cuenta que estoy en un museo, que los museos son así, y que a lo que he venido es a ver su contenido. ¿Contenido?. ¡Ay que dolor! En versión de Los Chunguitos.
“Paisaje romántico y costumbrismo”, “Preciosismo y paisaje naturalista” y “Fin de siglo”. Son los lemas de cada sección, repletas todas de oleos de estilo remordimiento, de los que paso por alto cuando acudo a las subastas de arte –como espectador- pensando siempre en la desgracia que los vendedores han debido de soportar durante cien años o mas, al aguantarlos en sus hogares, y en la incierta e improbable fortuna de encontrar un infeliz comprador. Ahora se que lo encontraron, que los prodigiosos intermediarios artísticos que florecieron en nuestro país en estos años de espuma –además era de cava, de esa que te estalla en la boca y termina saliendo por la nariz- consiguieron colocar semejantes joyas de nuestros artistas románticos, donde siempre debieron estar, en la casa del rico nuevo.
Como no me considero capacitado para describirlos con detalle, os remito a la versión que Doré hace sobre cierta obra de Dante. Para los que me exigen concreción, otra vez mas, concretando diré que son 267 cuadros, que para cuerpo de baile ya son un buen número.
Olvidaba explicar que en la planta superior, el upstair , que es la mas alejada de la mezzanine y de la RDC, o sea, rez de chaussé, para que veáis que uno, de museos entiende algo, está expuesta la exposición temporal, la estrella de la visita, dedicada a una pintora viva -¡Que ordinariez!- que presenta un monográfico absolutamente naif –que es la manera de describir la pintura de los niños en el momento en que se descubre que no están dotados para eso- sobre escenas de la vida de su amiga y anfitriona, que no es otra que la dueña del complejo. Hay que verlo, para poder creerlo.
Pero todo lo anterior, previsible por repetido en los centenares de museos amussantes –divertidos, por llamarlos algo- inaugurados últimamente, no ha merecido la menor impresión de mis circunvoluciones cerebrales para memorizar el evento. Aunque si lo ha hecho, la parte mas fascinante, mas espectacular e inolvidable de la visita. El inevitable y circunstancial viaje, la inexcusable estancia en el excusado. También llamado inodoro o retrete y que, por ninguno de esos nombres los encontraremos en ningún lugar tardomoderno –digo yo que, ya puestos...-
Discretamente semioculto en la zona de distribución de los visitantes, entre las distintas plantas-salas y perfectamente integrado en una pared lateral compuesta por amorosas curvas que nos calman del enervamiento producido por el exceso de espacios rectangulares, cubos, que ocupan toda el área expositiva. Curvas que además en el sentido vertical está formadas por innumerables perfiles rectangulares de materiales tardomodernos –insisto- que supongo, pretenden sugerirnos la estancia en el interior del vientre-boca de una ballena –y los que allí hemos estado podemos corroborarlo- pero que a mi me sugieren la dificultad , si no la imposibilidad, de limpiar el polvo que vaya acumulándose en los huecos inaccesibles que dejan las barbas, a lo largo de los siglos que, presumiblemente va a durar el edificio. Hasta aquí normal.
La espectacularidad comienza al entrar en el servicio, propiamente dicho, en la pequeña y pulcra capilla cubierta de mármol oscuro, con iluminación preciosista y pulcritud inmaculada – si pensáis que la pasión por la limpieza es un estigma, negadme también el placer que sentís al entrar en un baño nuevo, a estrenar, y os llamaré fariseos- y los urinarios ultramodernos Grohe, of course, con aspecto de sublime funcionalidad, ante los que me sitúo para realizar la perentoria necesidad fisiológica que hasta allí me ha llevado.
Os juro que ha sido inadvertidamente, que desde bien pequeño he tenido la costumbre, razonablemente prudente e higiénica, supongo, de no mirar hacia abajo, una vez avisado por los sensores espaciotemporales -velocidad, parábola gravitatoria, flujo y caudal, etc.-, de que el enfoque es más o menos correcto.
Pero esta vez, el diseño ha vuelto a superar a la función, y el arte a los dos. El panel frontal del urinario es metálico, seguramente acero tratado en su superficie con el pulimento mas exquisito y con cierta, discreta y adecuada, convexidad en el plano vertical para que...casi a la altura de la mirada del ejecutante, sin necesidad apenas de desviar los ojos mas allá del sofisticado sensor que iniciará la descarga de la catarata purificadora, se encuentre uno, amplificado con una nitidez prodigiosa y como en una aparición de pesadilla, cual extremo ominoso de algún pez abisal -ahora voy comprendiendo lo de la ballena- aquella parte de la mancha de cuyo nombre no quiso acordarse – si releeis el Quijote, comprobareis que allí, tampoco se menciona, no voy yo a inventar – y asustado y maravillado ante tan prodigioso espectáculo, comienzo a comprender, a atisbar parte de la grandeza de de este happening artístico que estaba minusvalorando, injustamente.
Y comencé a recordar otros artistas consagrados, en el noble arte de la estupefacción de los paletos como un servidor. De Marcel Duchamp, sin ir más lejos, y su urinario –ese era del Roca francés- girado 45 grados y convertido desde ese momento en “La obra más influyente del arte moderno”.
Lo que se aprende en los museos. Al menos en alguno de ellos.
Aunque a mi el susto, la impresión, me impida valorar sensatamente toda su grandeza.
Lo siento por las chicas. Espero que no consideren sexista la experiencia, que no deja de ser inevitablemente individual, donde todavía no hay lugar para ese tipo de discriminaciones. Pero les sugiero una visita. Seguro que en su sancta sanctorum encuentran algo instructivo y/o divertido. El resto se lo pueden ahorrar. Ya digo.
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