martes, 26 de junio de 2012

12 Razones de Por que la amo (Rich-Jones) (5).-




Al cine, en el solsticio de verano. Por aquello del ritual, de no abandonar la práctica religiosa.


Aprovechando los estrenos estivales, de películas más raritas que comerciales, y que IMDB calificaba con 8.3 (notable alto para lo que suelen gastar) la última de Wes Anderson, llamada Moonrise Kingdom.

Como comprenderéis, el empeño estaba más que justificado.

Incluso el viaje a la capital, donde la anunciaban en el Cine Alameda. Y ya la sala, la numerada con el 2 de las mínisalas del antaño Gran Cinema, sugería experiencias de dudosa gratificación para el feligrés. Una penosa restauración del local, habitual en otros similares del centro de cualquier ciudad, donde la tabicación vertical y horizontal del esplendido volumen inicial, permite la división en cuatro, seis, hasta ocho ¿salas?. Y donde el acceso a ellas resulta algo deprimente y mortecino para el espectador. Subida al piso superior, pasillo más o menos laberíntico y nueva subida a otro piso que descalifica al anterior como superior, y barreras en forma de cadenas o gruesas cuerdas que te impiden acceder a la puerta que tienes al alcance de la mano, y te obligan a dar un rodeo para poder hacerlo. Allí constatas que tus sospechas, apuntadas por tus piernas durante la escalada, no eran infundadas. Estaba en el gallinero. Por más que el suplemento en el ticket, al ser la película en V.O. sin doblar, precisaba un precio complementario, merecedor sin duda de un palco, o al menos de una butaca de patio..

La verdad es que he frecuentado bastantes gallineros a lo largo de mi de-formación cinéfila, pero la amplitud de aquellas alturas – llamado paraíso en otra latitudes- y la lejanía de la pantalla, aportaban un entorno casi catedralicio al espectáculo, que dejaba satisfecha la obligación dominical. No era este el caso.
El exagerado desnivel entre las filas contiguas, el escaso numero de asientos, y la cercanía de la pantalla, me hacia sentirme en todo momento en el pedestal desde donde los trapecistas saludan al público antes de lanzarse al vacío en busca del doble o triple salto - este último, el de Burt Lancaster en Trapecio 1956 de Carol Reed, y recuerdo que acababa rengo – con lo cual apreté mi espalda al respaldo y procuré mantener la cabeza erguida por aquello de controlar en lo posible el centro de gravedad sobre el área más segura, a priori, salvo que se hundiese la presumiblemente frágil base sobre la que habían montado aquel tablado.

Curiosamente, la fuerza de las imágenes, los primeros minutos de proyección en este espectador autosuficiente a la hora de identificarse con los personajes, en aquel entorno tan familiarmente extraterrestre, fueron el bálsamo mágico para mi espíritu. El resto, podéis deducirlo de la viñeta inicial.

La verdad es que ya no tengo en quien confiar. Si me fallan IMDB, y las exquisiteces de las superproducciones norteamericanas disfrazadas del cine para minorías - o sea, pedantes- que suelen promocionar en el Festival de Sundance, no tengo posibilidad alguna de disfrutar de algo que se parezca a un par de horas memorables.


Menos mal que nos van a subir el IVA de esta afición, quizás a doblarlo, y esto anime el masoca que llevo dentro desde que vi a Bill Murray escenificarlo antológicamente en La Pequeña Tienda de los Horrores”.de Frank Oz, 1986, (no confundir con la plasta de Corman, a riesgo de salir trasquilados como un servidor).

Debe ser realmente difícil hacer películas divertidas que sean realmente divertidas.

Va a ser eso.

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