viernes, 15 de junio de 2012

VIRXILIO VIEITEZ & DOROTHEA LANGE (1).-



Brother can you spare a dime?
¿Hermano, puedes darme una moneda?

 

Película semidocumental del año 73 en la que se revisaba la Gran Depresión, apoyada en el título de una canción representativa de la indignación (Oh) de aquellos que tanto habían dado por su país, mientras este  negaba el pan y la sal a los pobres (casi todos).  Película solo apta para algunas salas de arte y ensayo europeas – ni el blanco y negro, ni el documental, ni la miseria, estaban de moda - y para algunos canales televisivos de escasa audiencia.


  http://www.youtube.com/watch?v=eih67rlGNhU   (Versión de Bing Crosby).

En nuestro país tuvimos un episodio similar con la cinta de Basilio Martín Patino, “Canciones para después de una guerra” 1974, con un éxito aceptable de público debido a dos palabras harto sugestivas en su título. Canciones eran las quince o veinte coplas que la convertían en precursora del videoclip, y que doblaban la cantidad de piezas habituales en las películas de Marisol o de Joselito. Tenían su público. Lo de la guerra continuaba siendo una referencia abstracta a un mundo paralelo e innombrable. Algo así como el mundo que reflejaba Ray Bradbury en sus crónicas marcianas, con la diferencia de que muchos españoles habían estado realmente allí. 


   (La bien pagá. Miguel de Molina. Siempre crei que la bien pagá era aquella patria-nación que como el rosal, necesita la sangre humana para florecer. Todavia no tengo claro que sea otra cosa. Para el paisano Miguel tambien lo fue, a su manera).
 En mi experiencia, al acompañar a la sala a algunos supervivientes, pude comprobar lo desagradables que les resultaban aquellas imágenes que, además de dolorosas, eran la enésima dosis de la propaganda oficial –NODO -  absoluta y excluyente durante las cuatro décadas anteriores.

La conclusión que pude extraer, y que hasta el día de hoy, me sigue sirviendo, es que, para la mayoría de los espectadores, donde se ponga el color, el lujo, y la buena vida, que se aparte la miseria. Obvio.

El blanco y negro quedó marginado y especializado en cierta fotografía artística que aportaba el claroscuro, los matices infinitos de ese color inexistente al que llamamos gris, y el toque del autor que buscaba la huida del realismo, coloreado, a cualquier precio. Efímera, como todas las modas.
Había, no obstante, otro reducto exclusivo para el blanco y negro, y era la ingente base de imágenes, fijas o en movimiento, que recogían documentalmente la vida en nuestro planeta desde finales del siglo diecinueve. 

 
Y, en nuestro caso, el añadido del retraso endémico en incorporarnos a la tecnología de última hornada, que suele ser la más costosa. Nuestros fotógrafos siguieron disparando imágenes en treinta y cinco milímetros, ASA 100, y por supuesto, en blanco y negro.

Si nos limitamos a los fotógrafos de cabecera, al de la aldea, excluyendo a los afamados artistas de la capital o al de los free lance émulos de Capa et cols., nos encontramos a paisanos como Virxilio Vieitez. Que no hacia fotografías de propaganda, que no aspiraba a la celebridad de las revistas elegantes, o a contratos de agencias extranjeras, no. Únicamente fotografiaba a sus vecinos, por encargo, y con ello ganaba su sustento. De aquí surge una modalidad de realismo alejada de la finalidad de impresionar, o de convencer de algo, al espectador. Tan solo rememorar, gracias a los negativos que se han salvado, una época y un país. Bastante cercano y bastante más amable que los tiempos aquellos. La vida sigue, la felicidad también, y la gente guapa lo será siempre. Podemos comprobarlo.

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