jueves, 29 de noviembre de 2012

MEJOR ME CALLO.-



!Defendamos el derecho a la blasfemia!.

Ese era el lema de la pancarta protagonista en la manifestación, autorizada, frente a la intransigencia religiosa. Y estamos en el 2012 de la era…
Pero no asustarse. Esto era en la Francia, el mes pasado, en un contexto de coacciones religiosas sobre la libertad de prensa, y a poco que intentaba uno descifrar el sentido de esas palabras, terminaba asumiéndolas como propias. Conclusión, obviamente defensiva, de legítima defensa.

Solo que uno también ha crecido en un medio ciertamente contradictorio,  no únicamente  en el ámbito religioso,  ciertamente ha comulgado en alguna ocasión lejana -y no solo con ruedas de molino-  por lo que guarda al respecto cierta simpatía con los creyentes en la iglesia que nos ha tocado, que es la única posible, dadas las circunstancias históricas y dado el primer mandamiento de esa, que es el de todas. Todas son la única y verdadera, y los que quedan fuera, infieles, obviamente condenados al infierno, y a veces a cosas peores cuando la pena para su alma no es suficiente y hay que castigar también su cuerpo, por un quítame allá esas palabras.
De aquí que el derecho a la blasfemia sea algo tan justo como insignificante ante el poder ilimitado sobre vidas y haciendas de las religiones, de cualquiera de ellas, sean espirituales, políticas o deportivas, que de todo hay en la viña (del señor).

Y esto que es un vago recuerdo de la portada de un semanario pagano, ya digo, me vuelve a la mente cuando llego a mi pueblo y me encuentro la última, penúltima supongo, del  responsable eclesial.
Primero expulsó de la torre parroquial a las cigüeñas, que llevaban allí tantos siglos como la torre, y que justificaban con su presencia, no solo la compañía celestial necesaria para que mi querida infancia lo fuese, querida, sino el fundamento de una palabra, tradición, es más, tradición natural, de la naturaleza, palabra esta, escudo infranqueable, el detente de los dogmas milenarios.
Tradición que en el caso de las pobres cigüeñas - las que nos trajeron de Paris según los creyentes, en ellas, del Paris de donde  la blasfemia -  no ha servido para evitar que los ahuyentadores electrónicos las mantengan alejadas del lugar donde nacieron , sus padres y los padres de sus padres. ¿Blasfemamos? No, todavía no.

En mi últimas visita -espero que siempre sea penúltima- encuentro cegados los ojos del campanario por una fina malla, metálica e inoxidable, que impide supongo, el que otras aves, palomas, tórtolas y todas a aquellas variedades que cantaba Antoñito en su  milagro de antes de ser santo, entren salgan, aniden o incluso hagan sus necesidades intramuros del templo.
Lástima que todavía puedo ver a esa distancia, en las alturas, ese finísimo tamiz que  constata la privacidad de ese lugar, que no es de todos, que quizás nunca lo haya sido y mucho menos de las avecillas del señor. Lástima que todavía pueda doblar el cuello hacia atrás para poder ver cosas que no debería haber visto si me hubiese limitado a ver lo que es lícito, el suelo.

Pero surge la contradicción en el iconoclasta que ha crecido junto a esos muros, en el creyente ignotista – otro día os lo explico- con las neuronas en ebullición ante semejante dilema.
Desconozco por donde va a entrar ahora en el templo la paloma que define el vértice superior del triangulo sobre el que está basada la jerarquía celestial. Pero lo más terrible es la sospecha de que esté dentro y no pueda salir, incluso que esa medida tan prosaica y aparentemente higiénica como es cubrir con tela de gallinero las entradas-y salidas- de la torre no persiga otra cosa.

Son anécdotas, e irreverentes para algunos, lo se. Y absolutamente intrascendentes en el terreno espiritual, y que conste que todos tenemos espíritu, pero igual que la pancarta francesa me produjo cierto sobresalto intelectual, también lo ha hecho el que se pierdan las formas de manera tan despiadada en ese edificio vecino al que nunca he considerado lejano, ni ajeno, y sobre todo al pensar que esas formas, y para muchos solo eso, sean el sustento imprescindible en el respeto que nos debemos unos a otros. Respeto en el que la blasfemia, al menos gratuita, no tiene la menor cabida. Aunque respetemos también a los que opinen lo contrario. Al fin y al cabo la opinión es siempre enriquecedora.

P.D.- Lo políticamente correcto es un eufemismo para ocultar aquello que no puedes decir sin riesgo de que lluevan piedras, como en el peli de Loach.
Ya el lema carlista resultaba esclarecedor, ni contra dios ni contra la patria ni contra el rey. La vida me ha enseñado que eran excesivamente parcos en el enunciado, y habría que añadir, ni contra los toros, ni contra las cofradías, ni contra el futbol, ni contra los sindicatos, etc. En resumen, ni se te ocurra perorar contra cualquier grupo de poder que aglutine media docena de fanáticos, porque no van a entrar en la discusión razonada, ni en el respeto a ideas que no sean las suyas.
Ahora, más que nunca, cuando la ira comienza a crecer bajo los efectos de la levadura de la necesidad, es necesario cerrar la boca para que no se te escape la más pueril opinión. Sobre el pensamiento todavía no hay una proscripción formal, supongo que sigue siendo lícito pensar en libertad. Aunque no estará demás dedicar más tiempo a ver la tele y evitar así los pensamientos impuros y los otros, los peores.
Ahora que lo pienso, creo que la blasfemia  es algo tan políticamente incorrecto, como absolutamente imprescindible para la salud del espíritu. Va a ser eso.



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